Desde mi Colmena en Alcorcón: Reconstruirnos para aprender, aprender para reconstruirnos

Desde mi Colmena en Alcorcón: reconstruirnos para aprender, aprender para reconstruirnos

Nueva columna semanal que nos ofrece un relato pedagógico sobre varias cuestiones relacionadas entre sí y la necesidad de adoptar un prisma multicolor para apreciarlas todas. Desde mi Colmena en Alcorcón: Reconstruirnos para aprender, aprender para reconstruirnos

Su tez enrojece mientras sus ojos se clavan, furibundos y perplejos, en el televisor: ya es el segundo anuncio de publicidad que exhibe muestras de esa abominación que le revuelve el estómago.

Angustias, que conoce de sobra los prontos de su marido, le repone la bebida. El sobresalto provocado por un puñetazo contra la mesa hace que se le derrame un poco de vino en el mantel al servirle.

―¡Será posible! ¡Que yo tenga que soportar esta inmundicia hasta en los intermedios de mis canales!

En la pantalla del televisor varias parejas celebran el estreno de su primer nido, el comienzo de una nueva vida. El infructuoso golpe no ha recibido la respuesta esperada, pues una vez más don Fidencio, con repugnancia inducida hasta las tripas por la cultura del prejuicio, contempla con un rictus de desagrado cómo dos hombres se besan para, a continuación, mirarse acaramelados y cruzar el umbral de un hogar que promete ser de los más felices.

Pueden hacerlo, gracias al apoyo recibido de todos los que defendemos el amor entre las almas que se encuentran y reencuentran bajo la forma, el sexo, el género (y el color de los ojos, y el del pelo, y el de la piel…) con que la caprichosa naturaleza gusta de pincelar nuestros cuerpos antes de nacer sin importarle de qué amor serán recipiente.

Convulso y sofocado, don Fidencio sorbe con ansia un trago de vino, y al devolver el vaso a la mesa niega con la cabeza mientras la línea de sus labios se aprieta con la fuerza que los hace restallar entre perdigonazos de saliva:

―¡Adónde vamos a llegar! Si me entero yo de que mi hijo es maricón lo mato con mis propias manos. ¡Ay…! ¡Si Franco levantara la cabeza…!

Como por un reflejo inconsciente, sus ojos se entornan suplicantes hacia el imán verde de un partido político que, inexplicablemente, busca en su antagónica democracia una vía para recuperar e imponer la ideología del dictador mencionado.

Agotado por su propio berrinche, se marcha a dormir dejando atrás a su mujer, que queda recogiendo la cocina sin reclamar colaboración, bajo el convencimiento de que para eso están las mujeres.

Apenas se acuesta, un contundente trueno hace temblar los vidrios de la ventana; “la ira de Dios”, se regocija mientras estruja las sábanas contra su pecho, y aprovecha para pedirle un deseo a su dios: que aquello que le atormenta cese. Un relámpago cegador parece responderle. Don Fidencio se duerme arrullado por el sonido de la lluvia, renovadora, purificadora…

Suena el despertador. Don Fidencio se estira y al frotarse el rostro deslizando su mano desde las sienes hasta la barbilla se topa con un rasurado más que perfecto: insólitamente suave.

“Qué raro… no recuerdo haberme afeitado anoche”, piensa.

Se levanta y camina en la oscuridad del asfixiante cuarto que comparte con Angustias. Su mano busca entre sus ingles algo que acostumbra rascar cada mañana mientras cruza el pasillo hasta el cuarto de baño. Pero no lo encuentra. No, no está; por más que sacuda el pantalón girándolo como quien se empeña en buscar el calcetín perdido en el tambor de la lavadora, no logra encontrar por ahí, ni rodando como tal calcetín, lo que ha desaparecido de su sitio.

Un agudo grito hace que su mujer se levante de un salto. Con la mirada perdida en el infinito, se cubre la boca: “¿Qué le ha pasado a mi voz?”.

Cuando se vuelve, recibe un soberano bofetón.

―¿Qué hace usted en mi casa? ¿Y por qué lleva puesto el pijama de mi marido?

Descubre una faceta de su mujer hasta entonces inimaginable mientras, pavorido por un tipo de dolor que amenaza con repetirse, la observa acercarse hecha una fiera, dispuesta a descargar la fuerza de una ingente rabia acumulada, contra una igual. Otro guantazo le provoca un pitido en el oído. Le duele como probablemente le debieron doler a ella los que a veces se le escapaban a él, siempre con alguna excusa amparada por los que niegan la violencia de género.

Incapaz de defenderse de igual a igual, así como de soportar ni una muestra más de ese dolor desconocido para él, toma la puerta y escapa a la calle.

Algo se agita en su cabeza al correr escaleras abajo: su incipiente calva ha cedido su lugar a una generosa y atractiva melena. Pero esto no es lo único que se mueve. Bajo la camiseta de tirantes se bambolea algo que, ya en la calle, enfoca en él la atención de una manada de lobos que vuelve de una noche de juerga. Huyendo de ellos casi hasta el infarto, logra darles esquinazo.

Ya más sosegado, se cruza con una de esas mozas que están de buen ver y no logra reprimir un piropo, obedeciendo irreprimible e inconscientemente a su código de conducta de machote.

―¿Qué dices, bollera? ―le responde ella con un gesto de desagrado mayúsculo.

Una profunda vergüenza se apodera de él, que observa su nueva anatomía, para colmo llamativamente mejorada, como una broma pesada. Finalmente, decide que pese a ello no renunciará a su derecho a ser feliz como cualquier otra persona. Consternado, ve cómo todas sus creencias se oponen a este fin. Algo tendrá que hacer con ellas…

De paso, asume que tendrá que despedirse de Angustias. En el fondo, no la amaba. Sólo les unía una dependencia mutua.

Echa a andar mirando a un lado y a otro, con una nueva óptica, forzada por su nueva situación. Los hombres lo (¿la?) miran con deseo, mientras que las mujeres se muestran indiferentes, salvo alguna que… con la que tal vez podría… Esto le provoca un desagradable quebradero.

Porque él ya no es un hombre, ¿o sí? ¿Qué es? ¿Qué lo define? ¿Su cuerpo o su deseo?

Su mirada se pierde por los charcos del suelo y al elevarse al cielo se topa con un enorme arco iris: la moraleja final de la tormenta.

Él lo pidió. Ahora le toca aprender y reconstruirse.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una brujapueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

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