Desde mi Colmena en Alcorcón: Pelos en el paraíso

Nueva columna semanal con sabor a sal, con calor de sol y con picor de pelitos… ¡Simplemente deliciosa!. Desde mi Colmena en Alcorcón: Pelos en el paraíso

No tienen blancas y esponjosas alas, tienen cuatro patas; no tocan el arpa, pero ladran y aúllan divinamente. Regatean tu voluntad poniendo ojitos hasta que te sacan un tiempo extra de paseo o su comida antes de la hora. Te sobornan  entre poses dramáticas para arrancarte  unos minutos de retraso en la salida al trabajo. Entre otras dulces usurpaciones, trepan al sofá para apropiarse de tus rodillas (cuando ya te la sabes, procuras sentarte dejando a tu alcance teléfono, gafas, el mando de la tele y tu libro).

Tu vida se llena de deliciosas claudicaciones y descubres lo rica que sabe cediendo al tirón de esa poderosa ternura anclada en lo más profundo de tus debilidades y fortalezas.

Por si todo eso fuera poco ― ¡oh, mondieu, la gran osadía!―, quieren subirse a tu cama. ¡No, de ninguna manera! Tratas de mantener tu “firmeza de líder” forjada en los cánones de aquellos adiestradores que afortunadamente quedaron obsoletos;  aquellos que te declaraban perdedor si cedías a la dulzura, a las orejas agachadas, a esa tierna suavidad, al mandato natural de tu instinto y al ansia de ambos corazones.

Al final sucede lo más terrible que auspiciaban aquellos premonitores de la dignidad perdidatu peludete se sube a la cama y…

El mundo se convierte en una bañera de agua caliente tras un día de nieve; y en aromático algodón de azúcar en una verbena, y en café recién hecho un sábado por la mañana, así como en el canto y el olor de la lluvia tras semanas de sequía y en un sol matinal o crepuscular saturando con su belleza los miles de colores de una pradera en primavera. Y pelos, muchos pelos… benditos sean.

La gloria.

Hoy pasamos el día en una playa para perros (Pinedo, en Valencia). Entramos en el paraíso prometido, el Valhala, el cielo…, pero podemos entrar vivitos y coleando; no necesitamos el pasaporte de Tanatos ni un pasaje con Caronte. Tan sólo necesitamos los bañadores, las toallas, los enseres playeros en general y, por supuesto, ¡por supuestísimo! el peludo angelote que ha engordado tres kilos porque no hay quien le mueva con el calor. Ya son treinta y tres kilos de amor, qué exceso… Le cuidaremos para que los baje (tranquila, veteri, si estás leyendo esto).

Extasiada, disfruto de la playa en proporción inversa al profundo aburrimiento que antes padecía en las playas de “sólo humanos”, cuando Happy no había abierto horizontes nuevos en mi vida (como las playas caninas). Conservo un pesado recuerdo de cómo pasaban las horas: tan lentas…

Pero aquí vuelan. Aquí nos sacudimos los lomos y los mofletes, saltamos y trotamos encarnados en esos cuerpos que se revuelcan felices en la arena, contagiándonos la alegría de su celebración sin tregua. Sé que no dejo de sonreír y echar alguna carcajada desde que llegamos hasta que ya toca recoger y volver.

“Vamos a ver si reporto una buena crónica perruno-playera”, me digo, empuñando bolígrafo y cuaderno.

Empezaré por inventarme nombres, porque desconozco los verdaderos:

Blacky salta las olas como un fuera borda en busca de su pelota. Su brillante pelaje mojado emerge entre la espuma una y otra vez lanzando destellos; se alza como un tritón desbocado a la caza de su juguete. La conjunción de sus orejas, sus ojos y su sonriente hocico (sí, sonríen) refleja una de las mejores juergas que hayamos podido presenciar jamás en rostro alguno.

Canichy provoca a su humano, que está cómodamente sentado en la arena. Le reta, le vacila, le desafía con contoneos juguetones para que le quite un juguete de la boca. Se acerca, le amaga; él intenta coger el juguete y ahí es donde Canichy le hace la cobra y se aleja lo justo para provocarle ese gusanillo que al final le pondrá en pie: “Si la quieres, levántate y juega”. Con razón son unos terapeutas cum laude contra el colesterol (entre otros super-poderes caninos).

Un labrador negro y otro blanco se encuentran, ¡guau, dos fans number one del agua! No se complican la vida. Se huelen mutuamente, cumpliendo con el cauteloso protocolo de presentación perruna y, a los cinco minutos, como si se conocieran de toda la vida, ya están corriendo por el agua entre juegos rebosantes de jubilosa y a veces brutal inocencia que no podemos dejar de observar embelesados.

Hasta el mar parece divertirse con ellos: nosotros les lanzamos un juguete para que lo cojan y Neptuno les arroja olas para que las salten.

Hay más alborozo en la entrada de un perro sobre las aguas (sea mar, río o el estanque del parque) que en el partido de fútbol más concurrido del mundo (que mi querido Alex Jiménez me perdone; sé que nos seguirá leyendo).

El cuerpo de un perro es la expresión perfecta de todos los verbos emocionales. Su cualidad superlativa no tiene límite, porque cada vez que ves a tu perro feliz te parece que esa felicidad supera a todas las anteriores. Por desgracia, de igual manera, cuando está triste (lo cual suele ser alarmante porque algo muy grave tiene que sucederle) sientes que no puede existir tristeza mayor ni otro ser que sufra más que él.

¡Un momento! ¿¡Pero cómo ha llegado este pegotón de arena a mi cuaderno!? Levanto la vista y exploto en una carcajada de felicidad elevada a la máxima potencia. En cuestión de un segundo, se ha formado un círculo de perros que surcan arena y agua en una carrera preciosa. En su salpicante galope, se las ingenian de manera asombrosa para esquivar con impecable agilidad a los humanos más pequeños.

Por si acaso, junto a éstos montan guardia otros colegas de trufa que protegen celosamente a sus cachorros humanos, mientras los corredores les otorgan el respeto exigido, bajo una connivencia tácita nacida de su poderoso instinto de protección. Porque entienden perfectamente lo precioso que  ese pequeño humano es para su hermano canino.

Por fin me decido a entrar en el agua. Hoy hay medusas, vaya por Dios. A ellos no les afecta, pero me rodean al entrar y agitan el agua, espantándolas como fieles guardaespaldas de sus objetos de adoración: los humanos.

Y es que no pierden ocasión para ser nuestros ángeles. Tal vez por eso me parece que, allá donde estén, piso el cielo.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una brujapueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

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