Nueva columna multi-reflexión sobre algo tan simple como un bolso vacío. Desde mi Colmena en Alcorcón: El bolso vacío
Tras alcanzar la puerta de seguridad, para cuya apertura debemos pulsar un botón y esperar, nos enfrentamos a un pasillo que se hace interminable. A medida que avanzas la mezcla de olores a medicinas, productos de limpieza y orines, entre otros, aumenta su intensidad hasta hacer el aire irrespirable. Sin duda, esta es la estancia infernal de la residencia. Te deslizas discretamente entre frágiles cuerpos cuyas erráticas mentes desperdigan sus palabras y pasos por senderos perdidos en el espacio tiempo. Por el trayecto me sorprende una visitante nueva. Luce un peinado impecable de peluquería, va bien maquillada, viste ropa elegante acorde a los zapatos y el bolso. Seguramente acaban de ingresar a su marido, qué pena. Pero la realidad es que nadie va a una residencia encontrándose en condiciones en que pueda valerse solo o ser atendido y vigilado las veinticuatro horas en su casa.
La saludo: “Hola, ¿qué tal?” Me responde con una sonrisa agradable. Intercambiamos alguna impresión y sigo adelante hasta que recojo a mi padre y vuelvo. Cruzo la puerta de seguridad, que sostengo por si ella quiere salir.
―No, gracias. Tengo que esperar un poco. Gracias―repite.
Viajo en el Metro. Mi bolso pesa un quintal. «¿Pero qué narices llevo?», me pregunto siempre. De vez en cuando, sobre todo cuando cambio de bolso, reviso el contenido, a ver si puedo aligerarlo. Sin embargo, lo vacío y lo lleno con lo mismo otra vez porque no puedo prescindir de nada: mi agenda (que me niego a sustituir por una diabólica aplicación de teléfono); un cuaderno por si las ideas, sean malas o buenas; los marcapáginas de mi libro y los de la asociación (nunca sabes cuándo surge ocasión de meter una cuña publicitaria en el mundo cotidiano), un libro, el teléfono, las gafas de ver, las de sol… etcétera. Y todo el etcétera me resulta necesario y sin opción a liberar espacio. En un frenazo del vagón, salgo del ensimismamiento y reparo en una mujer cuya mirada está más perdida de lo habitual en un viaje; está ausente de esta vida; vive otra. Su aspecto es normal. Le calculo unos años más que yo, pero se la ve guapa, incluso a pesar de la ausencia de maquillaje en su rostro. Nada me llama especialmente la atención de ella, salvo su mirada y que su brazo aplasta completamente un bolso vacío.
No hay llamadas, planes, ilusión, lectura ni actividad alguna que corresponda a la realidad que nos rodea. Lo que quiera que sea está en su cabeza y no sale de ahí. El tren se detiene y ella mira distraídamente la puerta, diría que con cierta fascinación. Como obedeciendo a una voz interior, la atraviesa con una sonrisa suave, servicial.
Días después, vuelvo a encontrarme a la señora que creía de visita en la residencia, en la zona de alta seguridad. Su mirada sigue siendo la de aquel día: expectante. Pero su vestidura es desaliñada, calza unas zapatillas y su pelo ya está tan descuidado como el de cualquiera de las otras internas. Sigue esperando en el mismo lugar, junto a la misma pared. Entonces me fijo en su bolso: está vacío. Tal vez ya lo estaba cuando la conocí.
Patricia Vallecillo – escritora.
Blog: https://erase-una-vez-entre-otras-cosas.webnode.es/blog/
Autora de la trilogía Las abejas de Malia y del cuento Letras para una bruja.
web: https://las-abejas-de-malia2.webnode.es/
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