Nueva columna sobre decoraciones idílicas, mesas flamantes, belenes perfectos… y lo que tenemos en la realidad: un recuerdo único.
Noche invernal de las que muerden. Cuelgo la correa del perro a un lado, suelto las botas por otro y me sumerjo en la calidez del salón, donde mi hija —no recuerdo si con permiso — se ha puesto la tele para ver vídeos de youtube (por supuesto, bien capado por la tecnología de control parental).
Me acurruco junto a ella, que me recibe vestida y achuchable como un peluche con su pijama polar, y me engancho irremediablemente a un bombardeo visual idílico, lleno de armonía y placidez. No viene mal, para alternar con tanta calamidad cotidiana.
Ante nuestros ojos desfilan decoraciones inaccesibles para mí porque, dejando a un lado el aspecto económico, el don de decorar fue uno de los que me esquivaron al nacer en el reparto inicial de talentos.
Me embeleso viendo salones donde entraría y… ¿Qué haría?, ¿revolcarme feliz como un perro? ¿Qué haces en un salón así? ¡Es que son maravillosos!: combinan colores, brillos, texturas que… hacen magia. ¿Y de la repostería qué me cuentan? Ahí sí obtuve cierta ración de talento, pero las elaboraciones de manjares y postres que observo me dejan boquiabierta, babeando y con la sensación de estar a años luz de atreverme con tales hazañas.
Árboles y guirnaldas cromáticamente conjugadas para que el todo te acaricie la vista, mesas impecablemente puestas, siguiendo el mismo rigor en la escala de tonalidades, formas y tamaños que nos dejan embobadas… Mientras observo embelesada cada detalle, mi angelito rojo y mi demonio capitalista se enzarzan en una pelea. Los agarro por las alas y los expulso a la terraza. Dejadme soñar un poco, leches. Que yo no voy a arreglar el mundo cerrándole los ojos a la belleza.
En fin, que mientras contemplo uno de esos flamantes árboles navideños pienso: ¿por qué no soy capaz de montar así el mío?
Nuestro árbol es un híbrido de propósitos desacordes. No es culpa suya: es que en mis manos sus adornos son un involuntario atentado contra la belleza. Tengo una amiga que con la bolsa de papel reciclado te montaría un escaparate digno de Harrod´s. Denme a mí una caja llena de exquisiteces y, salvo que venga con modelo para imitar, todo lo que se me ocurrirá hacer con su contenido es ordenarlo de menor a mayor y de más claro a más oscuro.
En fin, que la niña arremetió contra este pobre árbol feo que aguantó sus primeros tirones y bandazos (así como los de su hermano) y aún soporta los coletazos del perro; y ya no se libraron ni las bombillas, con lo cual le espeté: «¡No te quejes, que tú tenías que ver el belén que montábamos en casa de tus abuelos!».
Le conté que con el transcurso de cada Navidad, las figuras del belén iban mermando y sólo las irremediables eran sustituidas por otras, tan desacordes que podíamos encontrar una gallina más grande que una vaca, dispuesta a zamparse de un picotazo a san José; o una Virgen María cuyo descolorido pelo se había mimetizado con su piel. Más de un pastor tenía que llegar apoyándose en otro por la pérdida de alguna pierna. Y si el niño Jesús lloraba, se le hacía el método Estivil porque no había quien levantara en brazos un bebé más grande que la mega-gallina.
El colmo vino cuando, con los años y la evolución de las modas, nuevos personajes se incorporaron al Belén.
Así, la gallina perdió el dominio territorial tras la llegada de un exiliado del Jurassic Park; pequeños teletubbies se abrían paso a saltitos entre los pastores, derribando con sus generosos traseros a los más endebles, y una Sirenita de flamante melena pelirroja contemplaba sonriente a la virgen María… Y dicha sonrisa se le antojaba a una burlona al evidenciarse la diferencia de lustro entre ambos cabellos.
San José, como siempre, ni mú, junto a la vaca liliputiense. Precavidos testigos de la mutación del belén. Don José, usted ver, oír y callar, y de tocar nada, que por algo lo llaman santo.
Lamento no haber sacado fotos de aquel belén mutante. Si pueden, no pierdan la ocasión de hacerlo pues, aunque les arranque la risa evocarlo, mayor será el recuerdo de un tiempo feliz tintineando entre brillos de colores (distorsionados pero amados) para siempre, cada Navidad, desde lo más profundo del corazón.
Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una bruja, pueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.
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