Nueva columna semanal sobre una sorprendente manera de descubrir el amor y uno de sus más bellos disfraces: la esperanza.
Hace un par de días, en una preciosa mañana libre de paseo por las Presillas, iba yo devanándome la sesera en pro de una buena columna sobre ¿el amor, los carnavales o las dos cosas?
“El amor. San Valentín… !Ya está!”, me dije.
Buscaba algo original. Buscaba, también, la pureza máxima, el amor incondicional, el amor por el amor. Estaba un poco hastiada de la exclusividad otorgada a las parejas como únicos vehículos de aquél.
Llegué a pasar un momento de gozosa dialéctica filosófico-amorosa con algunas compañeras de 100 Miradas. “El amor es sexo, y punto”, afirmó una de las más locuelas de la panda.
―No―respondí yo―. El amor en estado puro no tiene por qué ir ligado a ningún interés; ni siquiera consistiendo éste en la satisfacción del deseo provocado por el mismo amor.
La pera limonera. Redujimos “El banquete” de Platón a una diatriba pueril, en comparación con nuestro intercambio de pareceres que, por otro lado, no nos condujo a ninguna reconsideración de la propia opinión; pero nos hizo pasar un buen rato.
Porque el diálogo también está para celebrar que poseemos un precioso don para comunicarnos, transmitir e ilustrar en lo posible… No hay por qué acabar discutiendo; controlemos los egos, por favor… y protejamos la maravilla que nos une: la capacidad de comprendernos.
En fin, que como comencé diciendo, ahí estaba yo, peripatética filósofa sobre el amor caminando entre flores y bichitos que a comienzos de febrero no pintan nada (pero ése es otro tema).
“¿Qué es el amor sin más? ¿Cuál es su esencia? ¿Hola? ¿Alguna abeja por aquí o ya hemos matado a todas con los pesticidas?”
―Y tú, Happy ―musité distraídamente―… ¿Eres capaz de encontrarme el amor en su estado más puro? ¡Que lo necesito para “Desde mi Colmena”!
En ese momento, como si el mismo Eros, Cupido o San Valentin le llamaran, Happy pegó un tirón de la correa y me arrastró apresuradamente entre piedras y demás escollos, haciéndome tropezar un par de veces, hasta llegar al lugar donde pude contemplar el objeto de mis cavilaciones.
Ahí estaba: el amor más depurado, desinteresado… El Amor.
El amor que acompaña, cuida, adapta el paso de los más rápidos a la suave cadencia de los más lentos; neutraliza la soberbia del aventajado y le inspira con ternura la empatía necesaria para transformar aquélla en el anhelo de proteger a quien el tiempo debilitó: a nuestros abuelitos y abuelitas. A los veteranos expertos en quienes reconocemos ―o deberíamos reconocer― la ventaja que sólo se obtiene con el tiempo: la sabiduría acumulada durante toda una vida en este laberinto que es el mundo.
Podéis observarlos en la foto que encabeza esta columna, posando con el castillo de Valderas detrás.
Cuando yo los conocí, subían la pasarela calmada y ordenadamente, a pesar de la alegre algarabía emanada de sus risas y gestos; alegría que contagiaban a quien se topara con ellos (como hice yo).
Al principio vi a un montón de chavales y pensé: “¿Estará ahí mi hijo? Huy, no recuerdo que salieran de excursión hoy…”. Ello explicaría que Happy, al captar su rastro, tirara de mí como un loco.
Pero cuando vi todas las blancas cabecitas que se mezclaban con las jóvenes, iluminadas de sonrisas, festoneadas de arrugas de felicidad, disfrutando en cada uno de sus pequeños pasos de enormes dosis de júbilo, supe que lo tenía delante. Los dioses del amor me habían guiado hasta lo que Platón habría clasificado en su Mundo de las Ideas como amor perfecto.
Al ver a aquella juventud en tan preciosa comunión con los mayores, todo el desaliento provocado por las noticias que difunden y exageran la pésima imagen que de estos chavales nos dejan unos pocos descarriados… Todo se esfumó.
El amor me mostró así uno de sus disfraces favoritos: el de la esperanza.
Gracias, San Valentin, Eros, Cupido y Happy.
Y sobre todo:
Gracias, David Solano, a ti y a todos esos maravillosos compañeros tuyos del IES LOS CASTILLOS, por llenar hoy nuestros corazones con una luz muchísimo más bonita aún que la que nos bañaba aquella mañana.
Y gracias por resolvernos la duda en este particular Simposium platónico sobre el amor.
(Y, por supuesto, por la preciosa foto enviada y el tiempo que empleasteis en tratar de recuperar las que mi móvil hizo picadillo. Que vosotros nos salvaréis de las maldades tecnológicas, eso también ha de quedar claro).
Feliz semana a todos
Patricia Vallecillo – escritora y presidenta de la Asociación de Escritoras 100 Miradas.
Autora de la trilogía Las abejas de Malia y del cuento Letras para una bruja.
Facebook: Las Abejas de Malia libro
Instagram: escritorapatriciavallecillo
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