Nueva columna semanal de Patricia Vallecino. Desde mi Colmena en Alcorcón: Donde fuiste feliz…
…comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver, reza una canción de Sabina que, en labios de Ana Belén, te eleva al séptimo cielo.
El caso es que en los comienzos de mi vida adulta no lograba entender su significado porque a los veintipocos, superada la adolescencia y la traca final de la etapa universitaria, padecí una nostalgia brutal de los momentos ―y con ellos los lugares― de mi infancia; (“¿Cómo no iba a ser feliz volviendo a mi viejo barrio?”, me preguntaba).
Para entender esa frase uno tiene que darse tiempo, como el buen vino en la barrica, siendo el elemento a fermentar en este caso nuestra percepción de la vida. Y entonces, sí. Entiendes por qué al lugar donde fuiste feliz no debieras tratar de volver…
Esta máxima no sólo se aplica a los lugares que sirvieron de escenario para los capítulos más dulces de nuestra niñez o los más bellos recuerdos de juventud. De igual forma podemos experimentarla con la re-lectura de ciertos libros o el visionado de películas que en su día nos parecieron un fenómeno insuperable.
Seguramente muchos de los que estáis leyendo esta columna habréis querido emocionar a vuestros hijos y/o sobrinos con una película que en vuestra niñez os conmovió profundamente, os revolvió todas las neuronas y hasta revolucionó todo el entorno de familiares, amigos y el colegio entero. Esperando compartir su efecto con la nueva generación, sufrimos la decepción que cabía esperar tras contemplar sus escenas con estos ojos adaptados a las nuevas tecnologías, su acelerado ritmo y un realismo que deja los efectos especiales de «La historia interminable” en los de un episodio de Barrio Sésamo. Al desencanto personal se suma el lastimoso desconcierto que se refleja en los rostros de los críos, que además te miran desconcertados: “¿Esta patata era la maravilla que teníamos que ver?”
A menudo el anacronismo no tiene tanto que ver con la tecnología como con el contenido en sí. Afortunadamente, la cultura ha evolucionado para la gran mayoría y, por ejemplo, ya nadie encuentra justificación, menos aún gracia y desde luego ningún encanto en el bofetón que Glen Ford le propina a Rita Hayworth en “Gilda”. Expulsada dicha agresión de nuestra normalidad, la única reacción que suscita es la indignación tanto en mujeres como ―afortunadamente― en una gran mayoría de hombres. Atrás quedaron las miradas morbosas y la fascinación por el sopapo de un novio celoso y el tóxico sentimiento de propiedad que se confundía con la correspondencia amorosa. Esperemos que todo eso no vuelva en el cesto de los que están pedaleando hacia atrás, empeñados en hacer crecer su involutivo tándem con resentidos adeptos, nostálgicos de un momento histórico que obviamente desconocen.
Con los libros debiéramos ser aún más precavidos. Al menos, quienes los sentimos navegar por nuestras terminaciones nerviosas con mayor profundidad que las películas.
Hace poco mi madre, con toda su buena intención, me prestó uno olvidando, en un «leve despiste», todos los años que han pasado, con los consecuentes cambios en mi gusto, desde la edad a la que “Entrevista con el vampiro” hizo mis delicias.
Fue tal la superficial insipidez con que me empezó a empachar el libro prestado, de género similar al mencionado, que me llevó a la decisión de seguir conservando éste ( “Entrevista con el vampiro”) como oro en paño… sin volver a abrirlo. En serio, siento cierta aprensión; os explicaré por qué:
Cuando paso junto a él, lo miro con pesar y recelo; con el miedo a perder el poderoso recuerdo emocional asociado a aquellos luminosos días, como el que brillaba en la feria del libro donde lo compré, una mañana de junio en el Parque del Retiro; tenía diecinueve años y un dulce remordimiento porque ―¡qué fatalidad!― la feria del libro coincidía con la época de exámenes (creo que aún lo hace… qué despropósito).
En fin, que el temor a perder todo el hechizo que se desató en mi imaginación al sumergirme en sus primeras páginas, en el Metro de vuelta a casa, me bloquea todo intento de volver a él, ni tan siquiera abriéndolo al azar.
Ahí queda, en la estantería; hermético, censurado, evitado por su propio bien, mientras sus páginas amarillean como a la niña vampira que alberga en su interior se le marchitaba la inocencia atrapada para siempre en un cuerpo infantil.
El caso es que no volveré allí, a aquella Nueva Orleans de Anne Rice con Lestat y su amigo, porque fui muy feliz tal como lo viví entonces, tanto en su bullicio colonial como en su quietud sepulcral. Temo leerlo ahora, con estos ojos que poco conservan de los de entonces; estos heridos de presbicia amantes de contenidos más complejos, históricos, filosóficos… contenidos inmensamente aburridos e incomprensibles para aquella Patricia que se emocionó entre fantasías de vampiro infalible y despiadado: la viva encarnación de aquella soberbia juvenil.
Temo que una intrusión de mi nueva perspectiva lo reduciría a cenizas; desvirturía ese amado lugar de lunas iluminando lápidas; de antorchas en pasajes subterráneos; de puertos llenos de borrachos y fiestas con final sangriento…, hasta no dejar más que las ruinas de un pueblo abandonado, como la cáscara que me encontré al volver a la aldea de mis veranos infantiles.
No, no debiera tratar de volver… mancillar el recuerdo de todo aquello que me hizo tan feliz y que dota mis recuerdos de una luz que tal vez no podría apreciar ahora.
Eso creo, de momento… ¿Quién sabe? Tal vez cambie de idea a la vuelta de otros tantos años. Y de canción. Así debe ser la vida de los vampiros, un retorno continuo entre cambios de parecer.
Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una bruja, pueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.
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