Nueva columna semanal dedicada a quienes, antes de alcanzar la mayoría de edad, ya se inician en una peliaguda conducción.
Querido chico que cumples dieciséis años… “¿Y querida chica no?”, diréis. Por supuesto, pero quien me conoce entiende por qué me dirijo a un chico y a cuál en concreto.
No obstante, comparto gustosa esta epístola con todos nuestros jóvenes, esperando que les resulte de utilidad.
Hoy te han felicitado tus familiares, tus amigos, tu novia…
Y personas de las que no esperabas ni un mísero wasap.
Esa parte, la de los inesperados, es deliciosa: como cuando en un sueño te topas con una habitación desconocida que tu casa ocultaba, o como encontrarte un billete de cinco euros en un viejo pantalón, o descubrir que en el fondo del frigorífico aún quedaba un mouse de chocolate del paquete que creías agotado. Es una sensación sideral: te elevas y flotas entre el misterio de la vida y la fortuna de que te haya tocado a ti.
Mi caso (ya sabes que yo los cumplí hace poco…, pero yo tripliqué tu cifra y sumé uno más) ha sido más complejo, o debería decir ambivalente: me han desaparecido dos habitaciones pero he encontrado todo un apartamento; alguien se ha llevado mi último mouse pero en la balda inferior me esperaba una enorme tarta de chocolate; he perdido ese billete olvidado pero he ganado un bono cargado de grandes momentos cuya riqueza, a estas alturas de la vida, valoramos más que el dinero.
Lo que te quiero decir, cañamón, es que estás a punto de descubrir la inconstancia de la vida (qué magnífico momento para introducir la Filosofía entre tus materias de la ESO).
Acostumbrarte a esta impermanencia es un arte que te va a exigir unos años más y un poquito de valor.
En lo que se refiere a las relaciones personales, creo que cuento con la experiencia y la legitimidad que me otorga mi condición materna ―y el tener más años que un loro― para anticiparte que, en los primeros castañazos, tu corazón se estrujará dolorosamente (primer apretujón: decepción; segundo: el desgarro del abandono; tercero: el miedo a la soledad perpetua como una condena).
La misma edad y condición me permiten prevenirte y aconsejarte sobre lo que te espera en adelante.
Poco a poco irás adquiriendo una sonrisa agridulce (a mí me llegó en torno a los treinta, así que no tengas prisa). Puede que al principio pretendas autoengañarte: “me da igual”, “no, no me duele”…
La madurez logra que esas frases nazcan espontáneamente de tu interior más honesto; que asumas la muerte como parte de la vida y que la vida es tan inevitable como la muerte.
Con los amigos sucede lo mismo. A ver, no te asustes: no es que vayan a morirse. Es que, con el tiempo, tu cerebro irá ganando mayor facilidad para suprimir emocionalmente a quienes te decepcionaron, de igual manera que empezará a confiar en este eterno continuo de personas que seguirán entrando en tu vida por los caminos más incógnitos.
Un día te das cuenta de lo feliz que eres dejando de luchar contra el río que te cambia el agua de sitio continuamente. Vaya, esto me ha quedado muy… Parménides (¡eh…! ¡No huyas! Por mucho que corras, la Filosofía te atrapará).
Sigamos con las metáforas. A mí me encanta la del tren.
Te explico:
Del tren―tu vida― se bajan personas que llegaron a importarnos mucho, pero después suben otras, como te dije, mejores. A veces, además, sucede que un amigo maravilloso no podía ocupar su plaza hasta que se ha bajado el anterior “viajero”. Ya me habrás oído decir, al librarme de alguna energúmena: “caray, arranqué un cardo y me han crecido mil flores”. Es otro de esos dulces enigmas, como el del mouse, el billete, la habitación…
Cuando esto se repite, confirmando la continuidad de la amistad en su eterno ir y venir, así como la mejora de su calidad en proporción a tu evolución ética y emocional (que jamás debe detenerse)…, entonces, ¿cómo iba a seguir apenándonos su marcha en igual grado que antes? Llega un momento en el cual incluso sientes que ganas cuando has perdido a alguien que no trataba bien tu tren. Pues bien-botados seáis, ex-amigos…
Cuando eres tan joven, te cuesta creer que puedas llegar a conocer personas que te llenen y te merezcan más que las que algunas de las que ahora transportas. Ten fe. Es ley de vida.
Espero que aprecies que este fatídico tema no se extiende a todas las amistades. Yo misma conservo amigas cuya antigüedad se remota hasta la infancia más párvula pero, ¡cuántos se me han apeado o han sido invitados a hacerlo! Es algo inevitable, si estás sano y tienes tu amor propio intacto y firme.
A veces vuelven a subir. Les miras, entornas la mirada, chascas la lengua y les dices: “vale, pero no me falles otra vez”, porque la primera te dolió (si hubo una segunda y vuelven a subir a liártela una tercera, perdona pero entonces ya eres tonto, cariño).
Más adelante, con la maduración emocional nivel Jedy, te volverás hacia ese viajero reincidente diciéndole: “haz lo que quieras”… porque ya no te afecta. Ya no dependes. Tu amistad ya no es incondicional, no te sale así, qué le vas a hacer… Él/ella se lo ha ganado y tu instinto contra el dolor es más sabio que tu necesidad de afecto barato. Si te reprocha esa actitud, cuidado: ahí tienes un narcisista; patada sin vuelta, de inmediato.
(De narcisistas ya hemos hablado. Ahora tenemos pendiente una charla sobre asertividad, una de las mejores vacunas contra aquéllos.)
Espero que me entiendas. Sólo quiero ahorrarte un doloroso rodeo. Con dieciséis años, el mundo es un estallido de luces, risas, lágrimas, música y una duda de “si volver a fiarte de”.
Y ahora, lee esto bien atento. Este consejo no admite opiniones, es de los pocos que gozan de validez universal:
Fíate de tu propia voz interior, ésa que tímidamente te guía con pistas para acertar en las decisiones que te aporten un estado de paz cada vez más estable (decir felicidad me suena manido, marketinianamente manoseado y engañosamente bucólico).
Es una voz que crece cuanto más la escuchas. Aliméntala prestandole atención (y no seas duro con ella, es decir, contigo mismo, cuando se equivoque: no es infalible, pero sí de fiar. Contradictorio pero cierto).
Fíate de ella… y serás un conductor de primera.
Felices dieciséis añitos, fiera... (como cantaba Dani Martin, otro de tantos de los míos que ni te suena).
Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una bruja, pueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.
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