Nueva columna semanal para celebrar el fin de curso, el comienzo de las vacaciones y las bien merecidas graduaciones. Desde mi Colmena en Alcorcón: ¡Arriba los birretes!
Entramos en la recta final. Los lápices, ya gastados, apenas sobresalen del puño al escribir y el boli azul se ha consumido entero, mientras que el rojo aguantará un curso o dos más. En el aula se respira un aire cálido, denso y húmedo que acentúa el aroma de la madera y de los libros, los cuales aún conservan algo del delicioso olor inicial. Mención merecen también esos otros olores, inevitables por estas fechas: aquellos que el resto del año podrían ser atribuidos a la clase de gimnasia, ésos que huelen “a tigre”, como se suele decir. Es inevitable: hemos llegado al caluroso fin de curso.
Las espaldas no se acomodan a los respaldos de las sillas como en invierno, cuando la temperatura no agobiaba y el jersey ofrecía una mullida protección. Los muslos se encharcan en sudor y la mesa se convierte en una superficie hostil que ya suspira por el merecido descanso y, en especial ―“¡sí, por favor!”, diría la susodicha― la retirada de los artistas que han dejado una impronta imborrable en ella.
Los profesores relajan el ritmo: el pescado ya está vendido, que se dice. Las notas terminan de hornearse en una base de datos y, si acaso, aquéllos se apresuran a salvar de examinarse en septiembre a los rezagados de la recuperación.
Yo era uno de ellos, lo confieso. Tal vez por eso ahora lo recuerdo todo mejor que quien aprobaba a la primera: me pasaba la vida recuperando. ¿Tendría aquello que ver con lo mucho que me entretenía llenando de filigranas y retratos los márgenes de los libros, los huecos entre enunciados y fotos, las esquinas… y haciéndome mis propias preguntas sobre la vida que me pillaba más a mano? (mi perro y sus manías, las gafas de mi compañera, por qué no podías comerte una tiza, lo que tramaría el trasto de la clase que te miraba de reojo invitándote a liar alguna, la persiana que llevaba dos años con el mismo roto en el mismo sitio, ¿que habría pasado si Atreyu hubiera conocido a Bastian?, o ¿por qué la profesora iba de rosa, si estaba viuda (eran otros tiempos), etcétera…).
Lo que está claro es que mi hija y sus compañeros han tenido una suerte inmensa contando con unos profesores que si los hubiera pillado yo… me los habría pedido para siempre a los Reyes Magos.
Ya me he ido por los cerros de Úbeda, ay…, esta musa está extraviadísima. Vuelve, Kira, y recuérdame lo que quería decir. ¡Ah, sí…!:
Los birretes por los aires, la preciosa canción que escuchamos, el vídeo que me las hizo pasar canutas para contener las lágrimas (¿las lágrimas? Más bien un llanto que lo habría escuchado mi madre desde Timanfaya).
Ya sabía de antemano que estaría en su graduación, que habían tramado algo enorme; ya me imaginaba que los vería desfilar…
Pero esto nunca te pilla preparada. Cuando aparecen, coronados por su birrete, el primero de varios para algunos, el único para otros, se te inyectan los ojos de ese calor que te retrae los párpados y todo se pone tembloroso. Avanzan ordenadamente mientras acompañan con su canto una melodía preciosa, una de ésas que se oían por la radio y que no te decía nada hasta que la has escuchado en el lugar para el que, seguro, fue creada por su autor sin ni siquiera preverlo.
Entre nuestros asientos, unos pasean su sonrisa pletórica, otros un rictus algo desencajado; todos ellos nerviosos. Siguen las pautas marcadas, con toda la concentración que es capaz de acumular un ser humano porque están deseando hacerlo como en el mejor de los muchísimos ensayos que han precedido a este día; como en el sueño que los ha perseguido despiertos hasta entonces.
Ya no contengo las lágrimas; a la porra el rímel, el disimulador de ojeras y mi empeño en mostrarme serena. Porque los estoy mirando, a todos, no sólo a mi ratona, y me están pasando por encima de golpe todos aquellos niños saliendo del cole día tras día, a veces como toros de miura, a veces como vikingos al ataque, a veces como si bailaran a la vez que corren, mientras crecen desde los tres años atravesando la puerta una y otra vez. Me arrollan como un tren de caramelos y me arrastran al parque donde revoloteaban cuando aún eran increíblemente pequeños, hasta que una pandemia rompió todas las escenas y escenarios de su infancia atrapándolos entre vídeo-llamadas (con y sin confinamiento) y de ahí pasaron a quedar para dar paseos porque se hicieron demasiado mayores para volver al parque con sus padres.
No obstante lo anterior, habéis de saber que, según cuentan los pajarillos que se posan en mi terraza, en estos días de brisa estival, cuando nadie las ve, un grupito de graduadas de Primaria acude al parque donde les quedó una pendiente; una deuda de tiempo debido a los columpios que no recibieron ni una despedida aquel quince de marzo que los precintó.
Los veo valientes, adaptables, inclusivos, sin complejos, muy preparados…, pero, sobre todo, triunfantes cum laude en demostrar la imbatibilidad de la infancia ante las catástrofes.
Y pienso:
¡Que empiece este futuro!
Y, por supuesto, ¡que empiece el verano!
Felices vacaciones a todos, en especial a nuestros pequeños héroes resistentes a todos los gigantes invisibles.
Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una bruja, pueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.
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