Nuevo recopilatorio de relatos de ficción inspirados en localizaciones del municipio. Alcorcón Extraño: Los lamentos de San Pedro 

Permíteme aclarar, estimado lector, que el antiguo poblado donde se encontraba la Iglesia de San Pedro, actualmente en ruinas, a pesar de las voces disidentes que rondan por ahí, sí se llamaba Polvoranca. Un nombre, reconozcámoslo, poco prometedor, que sonaba más a residuo que a un lugar de prosperidad. Y en cuanto a la iglesia, esa venerable ruina que aún hoy se alza testaruda en medio de lo que es un parque, siempre fue la Iglesia de San Pedro Apóstol. Pero no te preocupes, la historia que nos ocupa es más interesante que una simple cuestión de nombres.

Polvoranca, allá por sus años dorados (que para Polvoranca eran más bien de un pálido cobre oxidado), no era un remanso de paz, sino un lugar de lucha constante contra la propia existencia. Sus gentes, aferradas a una tierra que les daba poco y les quitaba mucho, se enfrentaban a un enemigo invisible: las plagas. No hablo de unas pocas toses y estornudos, no, hablo de la peste bubónica, del paludismo y de la fiebre terciana, con sus escalofríos y diarreas explosivas que te dejaban más seco que la mojama. Era una carnicería silenciosa, una lotería macabra donde el premio gordo era… la tumba.

El cura, don Lázaro, bendecía a los moribundos mientras se tapaba la nariz con un pañuelo empapado en vinagre; los pocos labriegos que quedaban, discutían si era más útil quemar los cadáveres o rezar un rosario interminable y, con los ojos hundidos, sopesaban si era mejor huir o resignarse a preparar el próximo sudario. La esperanza había abandonado Polvoranca, solo quedaba la fe de algunas familias que se resistían a dejar sus hogares.

El colmo de la desesperación llegó cuando se dieron cuenta de que la Iglesia de San Pedro Apóstol, su bastión espiritual, se estaba convirtiendo en un granero de almas en pena. Las campanas, que antaño llamaban a misa, ahora repicaban por los difuntos con una frecuencia alarmante.

Fue entonces entonces cuando nació la leyenda de: Los Lamentos de San Pedro. Contaban que, cada Noche de Difuntos, justo cuando el último rayo de sol se despedía de las ruinas de la iglesia, se empezaban a escuchar lamentos. No los lamentos de los muertos que buscaban paz, sino los de aquellos que, en su agonía, rogaron por un entierro digno y acabaron en fosas comunes, sin ceremonia, sin cruz, y lo peor de todo, sin cotilleos post-mortem. Se dice que sus voces, un coro monocorde de quejas y reproches, resuenan en el viejo campanario.

También decían que si te acercabas lo bastante (y eras lo suficiente insensato), podías distinguir algunas frases:

—¡Pero si yo le dije a mi Juana que me pusiera mi mejor camisa de domingo!

—¡Y a mí ni un padre nuestro, con lo que me gustaban a mí los cánticos!

—¡No hay derecho, me han enterrado al lado del tío Bartolomé, el que me debía dinero de la cosecha pasada!

Algunos, incluso, aseguran haber oído una voz femenina, un lamento particularmente agudo, quejándose:

—la peste me quitó la vida, pero el cura me quitó la oportunidad de lucir mi mejor vestido en mi propio velatorio porque tenía prisa para ir a otro y no quería perder tiempo vistiendo bien a la muerta.

Polvoranca murió lentamente, dejando tras de sí un puñado de almas con un sentido del humor muy particular. Los supervivientes, los más resilientes, o simplemente los más afortunados, emigraron. Muchos buscaron refugio en la ciudad alfarera, Alcorcón. Y Leganés heredó las tierras de Polvoranca donde se encuentran los restos de la iglesia.

De vez en cuando, en noches ventosas, los atrevidos que han decidido pernoctar en las ruinas, han podido escuchar un suspiro resignado o a alguien quejándose de la calidad del entierro de su abuelo.

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