Nueva columna ficticia sobre misterios de barrio: la leyenda del pozo maldito. Alcorcón Extraño: La casa incendiada de los poceros
En Alcorcón, entre varias calles antiguas y estrechas, se encuentra un solar en ruinas. Las hierbas altas se enredan en la verja oxidada y un viejo graffiti que decora un oscuro muro interior derruido se halla medio borrado por la lluvia. Allí, donde antaño se levantó la casa de los poceros, el tiempo parece haberse detenido.
En una madrugada, sin explicación, desaparecieron de golpe muchos años de historia. Las llamas devoraron muros, techos y muebles. El humo se llevó el pasado, pero algo más quedó atrapado en ese suelo calcinado. Algo que todavía hoy nadie se atreve a nombrar en voz alta.
Solo una persona lo hace: don Raimundo, el último pocero del barrio. Nadie sabe su edad exacta, pero su espalda encorvada casi a noventa grados, su andar lento y su mirada extraviada, lo hacen parecer más antiguo que el empedrado de la calle. Habla poco, pero cuando lo hace, es imposible no prestarle atención.
—Desde aquella noche —asegura a quien tenga paciencia para escucharlo— no ha habido una sola madrugada sin que se oiga un peculiar sonido en el solar: tac, tac, tac. Siempre el mismo ritmo. Como si alguien trabajara en el pozo… aunque ese pozo lleva cincuenta años cegado.
Muchos se ríen. Un viejo senil contando cuentos de miedo. Pero otros, los que han vivido toda su vida en la zona, palidecen al oírlo. Porque, en algún momento de su existencia, todos han escuchado ese golpeteo.
La historia es bien conocida, aunque se cuente cada vez menos: en 1973, la casa de la familia Mijares —poceros desde el siglo XIX— ardió sin previo aviso. El fuego comenzó a medianoche, sin testigos. Cuando lograron extinguir el fuego, apenas quedaban brasas y un círculo de piedra ennegrecida: el brocal del viejo pozo.
Ese pozo había suministrado agua a la familia desde que el pueblo era poco más que una aldea. Aquella noche, según los informes, Joaquín Mijares, el más joven de los hermanos, estaba dentro realizando una limpieza rutinaria. Nunca encontraron su cuerpo, solo sus herramientas retorcidas por el calor que descansaban sobre el borde de piedra del pozo. La cuerda, chamuscada y cortada a medio camino del fondo, colgaba como un testigo mudo de algún terrible misterio.
Los técnicos municipales lo sellaron con hormigón, pero no desapareció del recuerdo de los vecinos. Don Raimundo, el hermano mayor, jamás aceptó su muerte.
—No está muerto —insistía—. Está abajo. Sellaron el pozo antes de que lograra salir.
Los años borraron la casa, y la maleza fue ocupando lo que quedaba del solar. La verja oxidada se levantó como única señal de que allí alguna vez hubo un edificio. Nadie se molestó en colocar una placa. Nadie quiso hablar más del tema. Pero el tac, tac, tac seguía.
Décadas después, un joven escritor local, José Luis Blanco Corral, decidió hurgar en el pasado. Era pleno agosto, las noticias escaseaban y buscaba una leyenda urbana con la que rellenar su columna en la edición digital del periódico Alcorconhoy. Dio con Raimundo por azar, y este no tardó en contarle la historia.
—¿Has oído los golpes? —preguntó el anciano sin preámbulo.
José Luis sonrió con escepticismo.
—No.
—Entonces no has estado allí a la hora justa. Tres y veintidós. Cada noche. Ni antes ni después.
Al escritor le pareció una excentricidad, pero lo anotó en su aplicación de notas de su teléfono móvil. Esa misma madrugada, acudió al solar y activó la grabadora. A las 3:20 reinaba un silencio absoluto. Ni perros, ni coches, ni un soplo de viento. A las 3:22, lo escuchó: tac, tac, tac.
Tres golpes metálicos, secos, como hierro golpeando piedra. Luego, nada. El silencio más total. José Luis se quedó helado. No se atrevió a moverse durante varios minutos, con el corazón acelerado y la boca seca. Cuando volvió a su coche, aún temblaba.
Al día siguiente, investigó. Revisó archivos polvorientos, habló con ancianos del barrio, buscó actas municipales. Todo coincidía: el pozo había sido sellado, Joaquín Mijares estaba dentro la noche del incendio y su cuerpo nunca apareció.
La segunda noche, José Luis regresó, esta vez con un micrófono de condensador de alta sensibilidad conectado a una cámara digital Canon. Colocó los aparatos en la verja y esperó. A las 3:22, escuchó de nuevo: tac, tac, tac.
Pero esa vez los golpes no cesaron. Tras los tres primeros, siguieron otros tres y luego otros tres, cada vez más rápidos, más urgentes. Como si alguien aporreara con desesperación desde el subsuelo para llamar su atención.
Esa noche no durmió y, a la mañana siguiente, fue a ver a don Raimundo.
—Anoche no pararon —dijo nervioso—. No me explico cómo… pero alguien sigue allí.
El anciano lo miró en silencio y finalmente asintió.
—Yo creo que solo quiere que lo escuchen, que sepan que está vivo… o algo parecido.
—¿Por qué justo a las 3:22? —preguntó José Luis.
—Porque debió ser la hora exacta en que el fuego alcanzó la cuerda dejándolo atrapado en el fondo del pozo.
El reportaje se publicó una semana después y se volvió viral. Cientos de curiosos acudieron al solar. Algunos no escucharon nada. Otros afirmaron haber grabado los golpes. Unos pocos incluso juraron haber sentido una vibración bajo los pies, como si una máquina antigua siguiera funcionando allá abajo.
El Ayuntamiento reforzó el vallado, pero era tarde: el misterio se había extendido por todo el municipio.
Un día, una vecina de la zona, le juró a José Luis que había visto cómo Raimundo cortaba la valla del solar y entraba descalzo con una cuerda enrollada al hombro. El escritor le buscó pero no le encontró, había desaparecido.
—Volvió a por su hermano —se dijo—. Raimundo es Raimundo Mijares.
Nadie lo había visto desde entonces.
José Luis volvió esa misma noche decidido a grabar y lo que registró le dejó sin aliento: un chirrido parecido al de una polea oxidada, seguido de un susurro… humano.
—Rai… mun… do…
Y después: tac, tac, tac…
Desde entonces, cada madrugada, exactamente a las 3:22, el ritmo ya no es el mismo. No es solo tac, tac, tac. Ahora suena la polea como si girara, pero sin hacerlo. Como si alguien cavara desde abajo y otro intentara subirlo tirando de la cuerda.
Y ahora es tu turno, querido lector: ¿Has oído el tac, tac, tac?
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