Nueva historia en esta columna semanal de leyendas del municipio. Alcorcón Extraño: El meteorito de 1890

Dicen que en 1990, un meteorito cayó sobre los terrenos donde hoy se levanta el polígono industrial de Ventorro del Cano, en las afueras de Alcorcón. No quedó cráter ni piedra para su estudio. Los testigos hablaron de un haz de luz cegador, un estruendo parecido a un cañonazo y, durante días, una ligera vibración bajo la tierra.

El tiempo enterró la zona bajo polvo y hormigón. Hoy el lugar es un laberinto de naves grises y almacenes. Allí trabaja Marcos, un vigilante nocturno que patrulla la zona desde hace dos años en turnos nocturnos de doce horas. El silencio, la soledad y café recalentado en un termo abollado, son su compañía bajo el casi inapreciable manto de estrellas.

Nunca le ocurrió nada fuera de lo común hasta aquella semana de julio en que todo empezó a cambiar: lo primero que llamó su atención fue un fogonazo detrás de una nave a 300 metros de donde se encontraba. Sintió una vibración bajo las botas, una sensación parecida al paso de un camión pesado, pero no oyó ningún motor. Al acudir al área donde vio la luz no encontró nada.

Días después aparecieron las figuras. Al principio eran sombras: altas, delgadas, deslizándose entre las escasas farolas. Siempre en el borde de su visión periférica, cuando las enfocaba con la linterna desaparecían.

Una noche, convencido de que eran vagabundos, traficantes o bromistas, agarró su defensa y se acercó a una de ellas que parecía observarle desde un descampado.

No encontró a nadie. Solo tierra ennegrecida, como quemada desde dentro hacia afuera. En el centro, una grieta de unos diez centímetros de ancho y aparentemente profunda. Pero no vio nada raro.

Entonces recordó lo del meteorito. Se lo había contado un compañero justo antes de jubilarse: «Aquí cayó algo del cielo aunque no lo encontraran».

Esa misma noche, en la última ronda, algo se activó en la grieta. Desde el coche, Marcos vio salir una luz verdosa. En lo que tardó en coger el móvil para grabarla había desaparecido.  Necesitaba saber qué había ahí abajo. Si era gas podría ser peligroso… O quizá algo más extraño.

La última noche antes de librar, decidió cavar. Regresó al descampado con una pala, una linterna frontal y el teléfono móvil. Aseguró la cuerda a la argolla de rescate del coche patrulla. Encontró que la grieta era aún más ancha esa noche, como si alguien —o algo— la hubiera abierto más.

Casi al finalizar el turno, había cavado tres metros. El aire se volvió denso, olía a metal y había electricidad estática, pues se le erizó el vello de los brazos. Entonces tocó con la punta de la pala algo hueco y se hundió la tierra bajo sus pies cayendo varios metros más. Al incorporarse, se encontró dentro una cavidad circular de aproximadamente tres metros de diámetro. En el centro había una roca negra como el carbón pero de acabado pulido y brillante, con vetas verdes rellenas de algún líquido espeso que palpitaba desprendiendo una luz verdosa, como si el extraño objeto latiera. A su alrededor, cinco figuras humanoides: altas, delgadas y de piel opaca. No se movían ni respiraban, pero estaban vivas.

Una giró la cabeza. Marcos no gritó. No pudo. Se quedó mirando. O tal vez lo obligaron a mirar. Algo en su mente se rompió, como si se le desgarrara el entendimiento. Oyó una voz, pero no con los oídos, sino dentro de su cabeza:

—Fuiste testigo. Ahora eres nuestro enlace.

Despertó dentro del coche patrulla, su relevo estaba aporreando la ventanilla.

La linterna, el arnés y el teléfono estaban en su sitio. Miró el reloj: solo habían pasado treinta minutos y el suelo estaba intacto.

No supo si fue un sueño, una visión u otra cosa. Pero desde entonces, cada noche, la grieta vuelve a brillar en la última ronda de seguridad y sigue viendo las figuras.

Marcos no piensa irse. Sabe que lo esperan bajo tierra y que, por alguna razón, lo eligieron a él. ¿Debería volver a bajar si es que lo hizo realmente alguna vez?

 

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