Relato de reflexión sobre el innexplicable suceso que ocurrió en Alcorcón y toda España el pasado 28 de abril. Alcorcón Extraño: Caos

Gente preparándose para dormir en trenes y estaciones de transporte público.

Gente aprovisionándose de combustible, agua, velas, pilas, radios, comida…

El teléfono móvil no funciona, ni tan siquiera el fijo. Personas atrapadas en ascensores y en sus puestos de trabajo.

Pillajes y estafadores que extorsionan a víctimas a las que prometen devolverles la electricidad a cambio de cierta suma de dinero.

Trabajadores afortunados que pueden volver andando a su casa.

Hombres, mujeres y niños que, a falta de televisión y de internet, salen a la calle.

Abuelos que se quedan en casa porque no funciona el ascensor.

¿Y todo por? Porque han desaparecido varios Gigavatios de la red durante unos segundos, lo que ha hecho colapsar a mediodía el sistema eléctrico. ¿Quizá por la inestabilidad de la frecuencia de la corriente? Las energías verdes no hacen buenas migas con la nuclear y las hidroeléctricas, y dicen que en ese momento la demanda era sostenida en un gran porcentaje por las renovables…

Justo antes del gran apagón…

El día parecía normal. Era un caluroso lunes, 28 de abril de 2025.

En los hogares, las cafeteras zumbaban, en las oficinas los ordenadores se encendían y los ascensores subían y bajaban sin descanso. Nadie imaginaba lo que estaba a punto de suceder.

A las 11:57, en el Cecoel (Centro Nacional de Control Eléctrico), algunos técnicos empezaron a notar fluctuaciones mínimas en la frecuencia de la red. Unos pocos hercios de diferencia. Nada alarmante. Al menos, no todavía.

En un hospital de Valencia, el doctor Llorens preparaba al equipo para una cirugía a corazón abierto. La luz de los quirófanos era estable, blanca, casi tranquilizadora. En una fábrica de Zaragoza, las líneas automatizadas de producción funcionaban como de costumbre mientras un grupo de operarios cargaba baterías de litio recién ensambladas.

En Madrid, una joven programadora llamada Eva, acababa de conectar su portátil al proyector de la sala de reuniones. A punto de iniciar una presentación clave, notó un leve parpadeo en las luces. Alzó la vista, frunció el ceño… y continuó.

A las 12:01 se registraron las primeras desconexiones automáticas en algunas subestaciones del norte. En menos de treinta segundos, la sobrecarga alcanzó cotas sin precedentes. La red eléctrica europea, interconectada, respondió con cortes en cadena para protegerse. El sistema, incapaz de redistribuir la carga, se desmoronó como un castillo de naipes.

A las 12:30 todo se apagó. No hubo una explosión. No hubo fuego. Solo un súbito silencio.

El silencio de los ascensores detenidos, de las neveras que dejaban de zumbar, de las calles sin coches, de los trenes varados entre estaciones, de los aviones en tierra sin torres de control operativas.

El silencio incómodo de quienes, de pronto, se veían cara a cara, sin pantallas ni distracciones.

En las ciudades, el primer reflejo fue mirar el teléfono. Pero no había cobertura ni datos. La gente comenzó a caminar, desorientada, mirando al cielo como si pudiera dar respuestas y los que pudieron volvieron andando a su casa.

Las alarmas saltaron en bancos, en comercios y en casas vacías. Algunos vieron la oportunidad: hubo robos, asaltos, saqueos… Otros, simplemente, se ayudaron. Compartieron agua, velas y palabras de consuelo. Un joven se ofreció a ayudar a subir a un anciano a un octavo piso porque no funcionaba el ascensor. Una mujer embarazada fue escoltada por desconocidos hasta un centro de salud colapsado pero funcional, gracias a un generador de emergencia.

Los relojes siguieron marcando el tiempo, pero el mundo parecía haberse detenido.

Y nadie sabía si el sistema volvería o si todo había cambiado para siempre.

Julián, un vigilante de seguridad que patrullaba el polígono Urtinsa de Alcorcón,

lo supo al instante. En cuanto se fue la luz, miró su reloj y soltó un suspiro. Los semáforos se apagaron. En la radio informaban de un apagón a nivel nacional que había paralizado todo el país, incluidos los trenes.

El móvil no daba señal, pero no lo necesitaba para saber lo que vendría: su compañero del turno de noche no llegaría porque usaba el Cercanías para venir desde Parla. Sin trenes, sin metro y sin autobuses, estaba claro: nadie lo relevaría esa noche.

Lo aceptó con estoicismo. Sacó una vieja linterna de la guantera del coche y continuó con sus rondas.

El tráfico era un caos. Coches varados, gente caminando sin rumbo, los semáforos sin funcionar… En la radio no decían cuándo volvería la corriente.

El reloj marcaba ya las 18:17. Si quería cenar, tendría que moverse. Fue hasta el supermercado más cercano. Había cola, pero nada de descontrol aún. La gente susurraba más de lo que hablaba, como si el apagón pudiera oírles. Dentro, las luces aún funcionaban gracias a las placas solares. Los empleados cobraban aún porque tenían datáfonos con batería o en metálico si no. Julián llevaba algo de suelto, por suerte. Compró lo justo: una barra de pan, un par de latas, una botella de agua y algo de fruta. Cogió también una caja de galletas barata. No por hambre, sino por costumbre.

Necesitaría dormir al menos un rato en el coche durante su jornada adicional. Se sentó en el coche, se quitó las botas y abrió una lata. Masticó en silencio, mientras miraba por la ventanilla un Alcorcón apagado. En el fondo, pensó, no era muy distinto de siempre. Solo más evidente. La soledad, el frío, la sensación de estar atrapado en un turno sin fin.

Mientras se recostaba en el asiento, pensó en su familia. Ojalá estuviera en casa con ellos. Ojalá estuvieran bien.

Miró la luna y murmuró:

«Otra noche más, Alcorcón. Pero seguimos en pie». Cerró los ojos pero no soñó.

@sinvertock

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Alcorcón Extraño: Caos

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