Nueva saga de microrelatos ambientados en el municipio. Historias de borrachos en Alcorcón: ¿Qué es eso? Segunda parte y final
La luz se detuvo justo encima de ellos, iluminando el montículo como si fuera de día. Era un objeto circular de unos quince metros de diámetro. Parecía estar hecho de un metal brillante y pulido que reflejaba el cielo estrellado. No emitía ningún sonido aparte del zumbido, que ahora era ensordecedor.
Ambos amigos se quedaron paralizados, incapaces de apartar la vista del objeto. Entonces, sin previo aviso, un haz de luz descendió del centro de la nave, bañándolos en una luz blanca y cegadora.
—¿Qué está pasando? —gritó Marco, aferrándose al brazo de Julián y terminándose de un trago lo que quedaba de su botella.
Pero antes de que pudieran reaccionar, todo se volvió negro.
Julián despertó con un dolor punzante en la cabeza. Parpadeó varias veces, tratando de enfocar la vista. Estaba en un lugar blanco, brillante, que no parecía tener paredes ni techo. A su lado, Marco yacía inconsciente.
—¿Dónde… dónde estamos? —balbuceó, aunque no esperaba respuesta.
Antes de que pudiera moverse, una figura apareció frente a él. Era alta, delgada, con una piel grisácea y un cráneo enorme con grandes ojos negros sin párpados que parecían contener el universo entero. No tenía nariz ni boca, pero una voz resonó en su cabeza, clara y serena:
—Tranquilos. No estamos aquí para haceros daño.
Marco despertó en ese momento, y al ver a la criatura, soltó un grito que hizo eco en el lugar. Pero Julián, a pesar del miedo, levantó una mano para calmar a su amigo.
—No seas gallina, Marco. Y usted: ¿qué quieren de nosotros? —preguntó, intentando que su voz no temblara—. Fumo, bebo y no hago ejercicio, no les servirán mis órganos.
Los ojos del ser cambiaron del color negro al verde oscuro por un instante y contestó:
—Observamos. Aprendemos. Sois interesantes.
—Interesantes —repitió Marco con un hilo de voz—. ¿Qué significa eso? No somos bichos a los que estudiar.
—Sí que sois especiales. Hacéis cosas aún sabiendo que son malas para vuestro mundo e incluso para vuestros propios cuerpos.
—¿Como qué? —replicó Julián.
—Os envenenáis por propia voluntad, os matáis entre vosotros, pagáis a los políticos para que gobiernen en vuestro beneficio y les seguís votando aunque os roben y os mientan, dañáis la naturaleza y no valoráis nada de lo que tenéis.
—Claro, y vosotros sois mucho más inteligentes y sabios —refunfuñó Julián airado, y llevado por la temeridad de la embriaguez continuó—. Pues que sepas que tú nunca podrás guiñar un ojo, ni tocarte la nariz con la punta de la lengua, ni saltar a la pata coja, porque con ese enorme cabezón no podrías mantener el equilibrio.
Julián levantó una pierna y comenzó a saltar, pero dado lo ebrio que estaba, cayó de bruces a los pies de la criatura y dejó escapar un incontenible: ¡ay!
El extraterrestre inclinó la cabeza hacia él:
—A esto me refiero, sois la especie inteligente más tonta que conocemos, de hecho, resultáis bastante divertidos, como lo son los monos para vosotros.
Luego, alzó una mano alargada, y un torrente de imágenes inundó las mentes de los dos amigos: galaxias girando, civilizaciones avanzadas, mundos que desafiaban la imaginación. Era abrumador y hermoso a la vez.
Cuando las imágenes cesaron, la voz volvió a hablar:
—Solo recordaréis vagamente lo sucedido, pero esta experiencia os acompañará durante toda vuestra corta y miserable vida.
Antes de que pudieran responder, y estando Marco con la cara desencajada por la experiencia, sintieron un tirón en el estómago, como si algo los arrastrara hacia atrás a toda velocidad.
Julián abrió los ojos y se encontró de nuevo en la hierba. Aún era de noche y la furgoneta seguía allí, como si nada hubiera pasado. A su lado, Marco estaba vomitando. Al terminar, observó la cúpula nocturna con la mirada perdida.
—¿Fue real? —preguntó Julián en un susurro. Marco tardó en responder, pero finalmente asintió.
—Lo fue.
Se miraron en silencio, sin saber qué decir.
—Yo no diré nada.
—¿Con la cogorza que llevamos quién nos creería?
Luego, sin más palabras, se subieron a la furgoneta y regresaron a sus casas.
A la mañana siguiente, mientras luchaban contra la resaca, apenas hablaron del tema cuando se encontraron en el trabajo. Pero desde entonces, cada vez que miraban al cielo, una extraña sensación se apoderaba de ellos, como si fuesen a volver cualquier día.
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