Un capítulo más de la saga de microrelatos ambientados en nuestro municipio. Historias de borrachos en Alcorcón: El doctor Valdés (final)
Rubio abandonó apresurado la nave industrial y, al salir por la puerta, chocó con un tipo. Un hombre mayor de incalculable edad, con la cara surcada de tantas arrugas como reveses le había dado la vida y roja como el vino. Precisamente a lo que olía.
—Lo siento, señor —se disculpó el tipo con habla gangosa y ojos vidriosos.
—Sí que lo vas a sentir —replicó Rubio; dicho lo cual, le propinó un fuerte golpe en la nariz con la nevera. Esta se abrió y el riñón rodó por el suelo. Mientras el hombre convulsionaba, el agresor, muy nervioso y confuso, lo cogió y lo guardó de nuevo.
Dos días después, un hombre vestido con un traje negro llegó a la clínica clandestina donde estaba a punto de operar Valdés. Se presentó como Ramírez, pero el doctor sabía que probablemente no sería su verdadero nombre.
—Hay un problema —dijo Ramírez con voz seca—. El cliente que recibió el riñón que extrajo casi murió hace dos días. Está en coma inducido ahora mismo.
Valdés frunció el ceño.
—Eso no es posible. La compatibilidad y su estado fueron verificados antes de la cirugía.
—El riñón tenía una infección.
Valdés sintió un escalofrío.
—Eso no tiene sentido.
—Pues lo tiene para la familia del cliente. Están molestos, doctor. Muy molestos. Cuando los clientes ricos se molestan, alguien tenía que pagar.
—Díganles que puedo conseguir otro sin costo adicional —ofreció Valdés.
—Lo tendrán —respondió Ramírez levantándose de la silla—. Y me han pedido que yo me encargue personalmente.
Antes de que Valdés pudiera reaccionar, sintió un golpe seco en la cabeza y todo se volvió negro. El doctor despertó atado a una mesa de operaciones. El aire olía a alcohol y a sangre, un olor que conocía demasiado bien. Pero esta vez, él era el paciente.
—Bien, doctor… —dijo una voz burlona a su lado. Era Rubio, el proveedor de cuerpos—. Parece que alguien quiere equilibrar la balanza. Fue mi culpa, pero evidentemente, es usted el que sufrirá las consecuencias.
Valdés trató de protestar, pero tenía una mordaza en la boca. Rubio rió y se inclinó sobre él con una jeringa en la mano.
—No se preocupe, usaremos anestesia. No somos salvajes.
Valdés sintió el pinchazo en el brazo y su visión comenzó a nublarse. Lo último que vio fue el brillo de un bisturí sobre él. Días después, en un hospital de lujo, un anciano de aspecto saludable sonreía mientras su médico le explicaba que el trasplante había sido un éxito.
—¿Está seguro de que este riñón es mejor que el anterior? —preguntó el anciano.
El médico sonrió.
—Por supuesto, vino de una fuente excelente.
En un congelador de un sótano, un frasco contenía un órgano marcado con una etiqueta sencilla: «Dr. Valdés».
@sinvertock
José Luis Blanco Corral
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