Desde mi Colmena en Alcorcón: San Ciborg

Desde mi Colmena en Alcorcón: San Ciborg

Homenaje a los pacientes seres que aguardan fielmente en la puerta de todas las tiendas. Desde mi Colmena en Alcorcón: San Ciborg

Sorprendente, hilarante y, finalmente, conmovedora. Así resultó mi experiencia en las rebajas.

Sí, yo también fui. A regañadientes, para llevar a mi hija y su amiga, compañera de brujerías juveniles y otras hazañas de cuento, a revolotear por las tiendas llenas de luces y colores en una tarde demasiado plomiza para tener doce años.

He de reconocer que adoro verlas cuando caminan juntas; este par de larguiruchas desgarbadas, locas como dos potrillos en sus primeros trotes a campo abierto; con esas piernas más estiradas de lo que da tiempo a rellenar y esas melenas de suavidad infantil, que todavía invitan a ser recogidas en trenzas como las que antaño llevaron al colegio, tantos días de parque con puré de fruta, abrigos del tamaño de un cojín y piojos (malditos éstos)…

Ay…, ya me he desviado del tema principal.

El caso es que finalmente cedí a esas súplicas llenas de ojos enormes y pestañas larguísimas que componen el impecable trabajo de marketing con que la Naturaleza dota a nuestros cachorros para sobornarnos. Renuncié a una idílica tarde de domingo envuelta en el más viejo, calentito y cómodo atuendo y me puse en modo Barbie, de la forma más próxima posible al gusto de esta pequeña mandona de la moda que me acusa de vestir «como una vieja rara” (¡¿Será posible?!). En fin, cedo porque le debo mi supervivencia en las redes y estas cosas de la tecnología. Sin ella, ya me habría largado a un huerto perdido del mundo.

Y arrancamos el coche. A las rebajas. Al infierno. Al último lugar de la Tierra donde me habría dejado arrastrar un bendito domingo. Afortunadamente, el destino se muestra piadoso despejando el tráfico y regalándonos un aparcamiento rápido, además de un centro comercial libre de muchedumbre.

Tan pronto como examiné el entorno con suspicacia policial y el ojo de Terminator, decidí darles cierta libertad. Las periquillas se perdieron con todos sus colores entre ruedas de perchas y yo me fui a naufragar entre faldas que no me hacían falta, jerseys demasiado cortos, o demasiado largos; tonos que me sentaban como un bofetón…, y un mínimo de tres horas por delante para vagar como el fantasma de un castillo atrapado en una nave espacial.

Hasta que, por fin, algo llamó mi atención en la puerta de cada tienda. Una, dos, tres… Muchas piezas captaron mi interés, más allá del desierto de tejidos: los hombres varados por las puertas de cada tienda. Algunos contaban con asiento, otros esperaban diligentemente de pie y otros se desplomaban lentamente sobre la barandilla (uno de ellos ya se doblaba sobre ella como un trapo de cocina secándose en el grifo).

Observé fascinada esta suerte de paisaje kárstico viviente.

Pocos miraban el móvil… Qué raro. Sus miradas se perdían en un punto fijo con dócil resignación; el amor, supongo… Hay que ver. 

Me viene a la mente una película de ciborgs que entran en modo económico cuando su servicio no es requerido; se retiran a un rincón y dejan conectada sólo la parte más vital de su sistema operativo.

Patidifusa, me olvido de buscar un jersey y me centro en la estampa que ofrecen estos hombres: maridos, padres… ¿No sienten pena de ese tiempo en blanco? ¿No echan de menos un libro? (pienso en mi marido, que en ese mismo instante disfruta felizmente de un ansiado partidito de fútbol en la tele, con la casa para él sólo, y me lleno de paz).

Por un momento me siento como en un museo de cera.  

Abandono la reflexión cuando mis pies aterrizan en una tienda con infinita variedad de trastos baratos; de ésas en las que te compras un juego de sartenes que dejarán de ser antiadherentes en una semana, la jabonera idéntica a la que tienes hecha pedazos, imposible de encontrar en el resto del mundo, o un lote de cinco cuadernos enormes por tres euros para llenarlos de columnas y otras locuras.

De repente, ¡caray, qué susto! Junto a mis piernas, sobre un poyete de ropa, se revuelve un maniquí. No, no es un maniquí. Alguien se ha dejado ahí otro hombre. Qué barbaridad.

Finalmente, encuentro el jersey “casual”, gordo, bonito y de cuello alto, que buscaba para dejar de ir con un forro polar a las visitas familiares. También me doy un capricho con una laca de uñas gris horrible (eso se descubre al llegar a casa, da igual las muestras que te hicieron en la tienda) y lo mejor de todo: un libro maravilloso de un profesor de Bellas Artes, lleno de ideas, instrucciones y láminas para practicar el dibujo de la anatomía humana hasta los huesos (y que los personajes de mis cuentos dejen de recordarme a un híbrido entre Pinocho y cualquier personaje de nuestro magnífico Ibáñez).

Bien pensado… tendría que haber llevado un cuaderno de bocetos. Así habría pasado la tarde dibujando a todos aquellos santos ciborgs aparcados.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una bruja, pueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

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