Nueva columna semanal que surge de uno de esos momentos de dolor que nos conducen a la búsqueda de sentido.
No era ésta la columna que había preparado para hoy. No es la primera vez que me sucede; los que lleváis tiempo siguiéndola, sabéis que cuando esto ocurre es porque algo importante ha irrumpido en lo que tenía previsto. Y esta vez lo ha hecho golpeando donde menos lo esperaba.
En el día de ayer, el monstruo del que yo ─en la más ingenua inconsciencia─ ya no esperaba ataque alguno a mi esfera personal; creyendo que seguiría esquivándome como un tornado que viene y se pierde, se me presentó a través de no una, sino dos proyecciones de su siniestra sombra.
La primera me sacudió con la biopsia que debe realizarse una amiga. La segunda me knockeó unas horas después con el diagnóstico definitivo de otra. Dicen que las desgracias nunca vienen solas. Desde luego, así ha sido hoy.
Cáncer de mama, o de pecho, o como diantres queramos llamarlo, maldito sea: el verdugo injusto y burlonamente despiadado que, no conforme con el trato desigual al que las mujeres ya nos vemos sometidas por la naturaleza (desde la menarquía, pasando por los embarazos y partos hasta la menopausia y su dolorosa osteoporósis), a lo cual se nos suman las imbecilidades añadidas por limitaciones machistas que aún apestan (desde aquellas primeras hordas de fanáticos religiosos que empezaron matando “brujas” como Hipatia de Alejandría, y cuyo legado de “delicias heteropatriarcales” contra las mujeres aún colea)…, dicho verdugo, como decía, el tirano que supera a todo lo mencionado, hace órdago y nos suelta su “regalito” cebándose especialmente con las más maduras de edad, barriéndonos con desprecio, como si fuéramos fruta pasada.
Perdonen la vehemencia pero estoy que bramo con toda la rebeldía que me revuelve las tripas.
Las cifras son demoledoras. Caemos como moscas.
Les voy a ahorrar mi impresión personal sobre la actitud que se respira al respecto, basada en el valor que se da a las mujeres de mi edad (camino de los cincuenta años). Como pista diré, por si nadie lo ha oído antes, que se nos aplica el calificativo de invisibles. Por algo será. El mundo laboral y científico son la mejor prueba de ello.
“Qué ingrata es la vida”, me oigo decir, pensando en todos los sacrificios que terminamos asumiendo nosotras, sin contraprestación ni agradecimiento. Y me corrijo: debemos despersonalizar la vida para aclarar esta lente engañosa, empañada por tanta metáfora.
La vida no es un ser en sí, con conciencia. Es un ritmo sin pausa ni piedad, que avanza como un tren de mercancías aplastando las flores que fueron a germinar entre sus vías; es un vendaval que se lleva volando a las que enraizaron en mal terreno (por factores genéticos, ambientales, etcétera…). Es una fuerza que está fuera y dentro de nosotros. Y no mira la calidad ética ni afectiva de los seres que atraviesa. No mira, no oye, no habla… no es. Existe pero no piensa (esto le rompería la cabeza a Descartes).
La vida no observa, no siente, no juzga, no resuelve y como no es un ser consciente, no cura. Para eso estamos nosotros. Nosotros somos los únicos responsables de ̶ retomando palabras de Viktor Frankl ̶ dar la mejor respuesta posible en cada pregunta o tesitura que nos plantee este ser sin conciencia que es la vida. Sólo así le encontramos sentido.
Debemos tratar de aprovechar el mensaje que nuestra capacidad de reflexión nos enviará ante cada encrucijada.
La lección va a ser dura. Pero vamos a responder y lo haremos con éxito, amigas.
Y pensar que la columna preparada para hoy versaba sobre el duro juicio e incluso trato despectivo que ha recibido el cuerpo femenino ̶ en especial el pecho ̶ basado en absurdas morales y modas a lo largo de la Historia… Qué maldita casualidad.
Menudo juicio salomónico se ha marcado el destino para resolver nuestras tonterías sobre cómo deben ser nuestros atributos. Ha demostrado que, entre todas las bromas de mal gusto soportadas por nosotras de nuestros propios semejantes, él impone la más macabra.
Ya he vuelto a personalizar; esta vez al destino. Qué humano debe de ser esto de buscar culpables.
Ahora toca centrarse en demostrar que somos colmena. Y vamos a hacerlo asfixiando a ese bicho con lo mejor que tenemos las abejas para defendernos de un intruso: el calor de nuestra unión.
Patricia Vallecillo – escritora y presidenta de la Asociación de Escritoras 100 Miradas.
Autora de la trilogía Las abejas de Malia y del cuento Letras para una bruja.
Facebook: Las Abejas de Malia libro
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