Desde mi Colmena en Alcorcón: La ciudad de los pollitos

Desde mi Colmena en Alcorcón: La ciudad de los pollitos

Nueva columna semanal aplicable a nuestra comunidad autónoma (ciudad sonaba más sofisticada y urbanita para el título; más molona).

Érase una vez una comunidad autónoma donde habitaban valientes y robustas gentes descendientes de poblaciones insignes. Sus antepasados habían sobrevivido a invasiones llegadas de todos los lugares geográficos circundantes, así como a plagas, pestes y todo tipo de enfermedades.

Los habitantes más ancianos de dicha ciudad ―la “ciudad de los pollitos”―, aún recordaban cómo, en su infancia, habían surcado cada día superficies casi polares, por entonces propias del invierno madrileño, que en su mayor crudeza cubría de escarcha e incluso nieve todo su trayecto hasta el colegio.

Con el imbatible ánimo propio de su edad y aguerrida resistencia, niños alcorconeros atravesaban un paisaje casi siberiano de camino al colegio Amor de Dios que, según me han contado, se ubicaba por entonces en el castillo de Valderas.

No calzaban botas Goretex ni WetDry ni T-Rex (o quién sabe cuántas tonterías más para nombrar a una bota impermeable).

Los zapatos de colegial, los calcetines de invierno, las prendas de lana tejidas por amorosas manos, bajo un abrigo elemental y un buen cocido haciendo su trabajo en esos pequeños pero invencibles cuerpos era todo su “winter outfit” (como se dice ahora).

¡Pero hoy…, horror!: en referencia a una ola de frío polar, de la que aquellos niños se desternillarían, un canal de televisión nos ha escupido el siguiente bolón viscoso y melifluo, de acuerdo con el decreto de la ciudad de los pollitos, que ha quedado refrendado con un empalagoso tono condescendiente:

“Hoy van a tener que ponerse un abriguito más gordito”.

Al escucharlo se me han duplicado los niveles de azúcar en sangre. Tras un lapso para recuperarme de semejante jeringazo de miel en el oído, he compartido el empacho con mi pareja, que ha respondido:

―Mujer, es que este canal lo ven sobre todo los viejetes.

No me vale. No, señor. Nuestros valiosos veteranos, últimos ejemplares de una “super-especie de mi especie”, cuya valía y coraje se encuentran en vías de extinción, herederos de los logros más épicos, no pueden ser tratados ni hablados así.

No son tiernos pollitos; pertenecen a un linaje cuyo bagaje cultural estamos echando a perder, dejando que se diluya hasta desaparecer en las aguas de la distracción (principalmente debida al abuso de los teléfonos móviles), de la falta de tiempo para escucharlos, de la infravaloración de una generación que tantas lecciones de fuerza moral podría aportarnos.

Hay que protegerlos y cuidarlos, claro que sí, pero desde la deferencia hacia el valor de su experiencia.

Hace algún tiempo que vengo observando un paternalismo/maternalismo que roza la repugnancia por cuanto deriva de una sobreprotección anuladora de voluntad. Del tipo que más bien hace de menos a las personas.

No sé a ustedes, pero a mí esta ñoñería arrobadora que me recuerda a la cara de anuncio de huevo kinder que se le pone a mi perro cuando recibe demasiadas atenciones (más de las que él mismo soporta), me pone en guardia; me yergue las antenas detectoras de intención debilitadora; me ofende como existencia capaz que soy.

Insultan nuestra inteligencia, como casi todas las sandeces que se escuchan en la actual corrala de políticos, algunos verdaderamente chabacanos e ignorantes (eso sí: cobrando lo mismo que quienes antaño demostraban más elegancia, educación y, sobre todo ¡cultura!); una corrala donde, para colmo, han logrado entrar quienes representan a los que sólo usan los libros para calzar una mesa; a los orgullosos de ser esclavos de quienes financian canales alienantes como el protagonista de esta columna, no vayan a percatarse de la estafa que viven mientras son enconados contra quien precisamente trata de mostrarles lo que sería verdaderamente el trabajo y la vida digna.

Quién sabe, a lo mejor la pobre presentadora sufrió un arrebato de ternura que me descompuso el cuerpo y yo aquí exhalando azufre. 

No obstante, por si acaso estén atentos porque a los pollitos se les mete en un redil donde se creen protegidos, crecen atontados y un día… Son devorados.

Agudicen los sentidos, desconfíen (lo que es tener criterio propio, vaya). Y apóyense en los libros. Si no tienen tiempo para leer es porque se lo están robando. Ya pinta mal la cosa.

Y es que el efecto de la lectura es peligroso… para esos ladrones. Y ellos lo saben. Por eso procurarán que a usted no le baste con trabajar seis o siete horas diarias para afrontar la subida de los préstamos, los precios o la energía (subidas que ellos mismos provocan). Y esta vez no hablo de los políticos, sino de los poderes que se ocultan tras algunos de ellos.

No vaya a ser que los pollitos acaben acudiendo a quienes no quieren ciudadanos indefensos y subyugados bajo ese granjero que engorda mucho más que ellos mientras les deja las migajas de las ganancias… y el día menos pensado les retuerce el cuello sin escrúpulo ni castigo.

Patricia Vallecillo – escritora.

Autora de la trilogía Las abejas de Malia y del cuento Letras para una bruja.

Facebook: Las Abejas de Malia libro

Instagram: escritorapatriciavallecillo

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