Nueva columna semanal en la que leeremos una carta muy especial. Ojalá llegue el regalo pedido en ella. Desde mi Colmena en Alcorcón: Carta a los Reyes Magos
Alguien muy especial me ha pedido que redacte su carta para los Reyes Magos. Dada su obvia incapacidad para la escritura, he aceptado gustosa el cometido.
No obstante, el contenido de dicha carta me ha impelido a compartirla con los lectores de esta columna. ¿Motivo? Su relación con una de las muchísimas tragedias que nos desesperan en estos días: la elevada cifra de perros abandonados actualmente, muy superior a la capacidad de las protectoras que tratan de acogerlos.
Aquí tenéis su epístola. Es un poco larga. Por favor, dedicadle tiempo; valdrá la pena.
Queridos reyes magos:
No sé cuántos como yo podrán contar con alguien dispuesto a dirigiros una carta en su nombre pero, habida cuenta la de por sí escasa cantidad de animales tan afortunados como yo, al tener una familia, menos aún habrá que gocen de su propio amanuense.
Así que yo hablaré en nombre de todos.
Me llamaron “Happy”, toda una declaración de intenciones por parte de una políglota amante de los idiomas. Como muchos sabréis, en inglés mi nombre significa “feliz”.
Yo creo que lo han conseguido. Aunque me veáis siempre tan serio y sosón, lo afirmo: lo consiguieron.
Tras esta presentación, os expongo las circunstancias que precedieron al gran regalo que me trajisteis (con algo de retraso):
Hace siete años por estas fechas, yo correteaba hambriento por las inmediaciones de la M-40, alimentándome de basura y otras cosas que me provocaron un parásito muy peligroso: la Giarda (tranquilos, mis humanos acabaron con ella). Cada día era más angustioso que el anterior. Cada amanecer, un milagro.
Los coches y los camiones me atronaban con sus pitidos y cláxones, entre quiebros con los que me esquivaban mientras yo, paralizado por el miedo, les miraba fijamente, seguro de que en ese instante tendría final mi triste paso por este mundo que mi humana tampoco logra entender.
Las noches eran aún peores. Los mismos trastos ruidosos me deslumbraban con sus faros y al pasar junto a mí, la ventolera que levantaban me helaba los huesos. Me resguardaba como podía del oscuro frío y el terror en cualquier hueco que pudiera encontrar y, aunque temblaba, el agotamiento hacía presa de mi escuálido cuerpecillo de seis meses de vida. ¿Fui un juguete rechazado?¿De dónde venía yo? Ya no me acuerdo. Menos mal.
Un día, uno de esos armatostes rodantes me siguió hasta que nos detuvimos. De él se apearon dos humanos que, pese a mi habilidad, lograron atraparme y llevarme con ellos a un lugar donde hice muchos amigos, todos como yo. Todos tristes pero esperanzados. Lo primero que hicieron los humanos de aquel Centro de Protección Animal de La Fortuna fue operarme para que no pudiera tener cachorros. Por lo visto somos un problema.
Mi humana dice que el problema es la irresponsabilidad y la crianza ilegal.
Una vez recuperado de la operación, me asignaron un chenil. Tenía un compañero muy molón. Estaba loco perdido. Era divertido pero a veces me daba miedo. Si habéis tenido algún colega así, sabéis a qué me refiero. Era un pastor alemán. Me cuidaba bien, pero cuando venían visitas me mantenía apartado de ellas porque estaba desesperado por largarse de allí.
Un día me dijo: “Tío, si no te adoptan pronto, te ponen a dormir para siempre”. Y no me sonó nada bien… Ahora que tenía algo de comida y dónde dormir, aunque fuera un chenil de hormigón frío, y húmedo por los manguerazos con los que se limpiaba, era mejor que la terrorífica carretera.
De pronto, empezó a pasar mucha gente por allí. Hablaban de nosotros, repetían las palabras “regalo”, “papá noel”, “reyes”… (no os burléis, está científicamente demostrado que podemos memorizar hasta mil palabras, aunque no podamos reproducirlas. Anda, que si habláramos… os ibais a enterar).
Yo me acercaba para que me acariciasen como pudieran, filtrando sus dedos por los finos barrotes que apenas dejaban espacio entre sí. Sin embargo, para mi chasco, me descartaban y seguían camino.
Durante un tiempo dejó de venir gente. Sus mágicas majestades ya estaban de vuelta.
“Qué suerte han tenido Firulais, Lucky y el canijo ése… los reyes magos les han traído un hogar. Pero nosotros… aquí seguimos”, comentó mi compi, antes de volver a desplomarse en su rincón.
Algún tiempo después vinieron los de la televisión. Decían algo de un tal San Antón… Y otra vez abundaron las visitas. Gente y más gente… pasando por delante de nuestra reja. Saludábamos, nos ofrecíamos a las caricias… Yo aprendí bastantes zalamerías de mi compi. Pero de nada sirvieron. La horda humana pasó de largo, una vez más. Y allí nos quedamos, con ese frío creciente que ya nos acercaba a febrero.
Un día apareció una pareja. El hombre iba hablando con nuestra cuidadora mientras pasaban ojeando los cheniles. La mujer se detuvo y me miró fijamente. Retomó la marcha. Podía sentir sus pisadas alejarse por la gravilla hasta que, de pronto, sus pies se detuvieron. ¿Volvía? ¡Volvía! ¡Toma ya! Se agachó, me miró fijamente y se esforzó en acariciar mi rostro con sus finos dedos, que liberó de los guantes para sentirme mejor… y que yo pudiera olerla bien. Mi compi intentó pisarme el negocio. De hecho, me puso una pata en la cabeza y me aparto, pero el marido de la humana fue a entretenerle. Y así pude retomar contacto con ella.
Oh… Su mirada decía lo mismo que la mía: tristeza, decepción… Esa mujer también vivía en un “chenil invisible” que ella misma se construyó para aislarse durante dos años de los de su especie, harta de vete a saber cuántos chascos, abandonos, falsedad y egoísmo. Como yo.
Entonces lo supe: me la habíais regalado tarde, pero ahí estaba: mi familia.
Mi compañero vio cómo me ponían un collar y me llevaban con ellos. Sus animados ladridos de despedida ocultaban una profunda tristeza. Aún me pregunto qué fue de él.
Aquella noche después de una deliciosa cena, tumbado en mi cama bajo las cálidas y suaves luces del salón y el rumor de la tele, no podía apartar los ojos de mi humana, que lloraba mirando a través del ventanal, con la mirada fija en la gélida oscuridad que yo ya no volví a sufrir.
Creo que ella también se acordaba de los compañeros que allí dejamos, aullando y ladrando por una oportunidad.
Y ahora viene mi petición… Queridos Reyes Magos:
Este año y todos los que llevo aquí, más los que me queden, mi deseo ha sido y será que llevéis un hogar a todos los lugares donde lo esté esperando un animalito. Quiero que ellos reciban el mismo regalo: este calor, esta protección, estos cuencos donde no falte agua y comida, así como todas las caricias y paseos que disfruto a diario por esta pequeña ciudad tan llena de zonas deliciosamente verdes.
No pido más (aunque… ya de paso… estaría bien que los humanos tuvieran más tiempo para dedicar a su familia, en la que estamos incluidos, por supuesto; y que los humanos que mandan mejoren las condiciones laborales para hacerlo posible porque se nos está olvidando de qué va esto de vivir).
Gracias por todo esto. Perdonad que nunca os espere en el salón la noche en que llegáis. Es que me comería las galletas; no puedo evitarlo. Y Patricia dice que me harían daño.
Sin otro particular, y con todo mi cariño, os envío un lametón bien viscoso.
Happy.
Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una bruja, pueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.
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