Nuevo capitulo sobre las aventuras en el trabajo de este guarda. Crónicas de un vigilante de seguridad en Alcorcón. Capitulo 6: La Obra
Pepe había trabajado en todo tipo de lugares, pero nunca le habían asignado a una obra en construcción. El trabajo consistía en custodiar un conjunto de chalets que se estaban levantando en las afueras de Alcorcón, detrás de la avenida de las Retamas.
Durante la semana, la obra era un hervidero de actividad, con albañiles, electricistas, fontaneros y demás trabajadores yendo de un lado a otro; pero los fines de semana, cuando todos se iban, el lugar quedaba completamente desierto, salvo por Pepe y su nuevo compañero de fin de semana, Antonio.
Antonio era un hombre de unos cuarenta y tantos, bajito, ancho de espalda y con la cara curtida por años de trabajo al aire libre. Era un albañil de una obra colindante que, a diferencia de los demás, nunca parecía tomarse un descanso. Para él, las horas extras los fines de semana, vigilando la obra, eran la forma de ganar dinero adicional para su plan, que consistía en comprarse un apartamento en la playa para irse a vivir a él cuando se jubilara. Además, su hijo, Miguel, de dieciséis años, lo acompañaba en las horas extras con la intención de aprender el oficio.
La primera vez que Pepe conoció a Antonio, fue en uno de esos sábados en los que el sol parece derretir el cemento. Pepe había llegado temprano para empezar su turno y encontró a Antonio y a Miguel que ya estaban en la obra. Pepe los saludó y Antonio, siempre amable, lo invitó a acercarse.
—Oye, Pepe —dijo Antonio, secándose el sudor de la frente con la manga—, ¿qué te parece si, a la hora de la comida, nos hacemos una barbacoa? Hemos traído chorizos y alguna chuleta, pero te aseguro que sabrán mejor que cualquier bocata.
Pepe, que nunca rechazaba una buena comida, aceptó con gusto.
—¡Es una excelente idea, Antonio! —respondió, entusiasmado—, pero, ¿dónde la haremos? Antonio soltó una risa ronca y señaló un montón de palets apilados en un rincón de la obra.
—Con eso tendremos suficiente para hacer fuego —dijo, guiñando un ojo.
Pepe se sorprendió al principio. Sabía que los palets eran parte del material de la obra y, técnicamente, no deberían utilizarlos para algo tan trivial como una barbacoa. Pero, viendo la sonrisa en el rostro de Antonio y la aprobación silenciosa de su hijo, decidió que quemar uno o dos no harían daño a nadie.
La tarde avanzó y, tras varias rondas de vigilancia, el sol estaba en lo más alto y comenzó a picar de tanto que quemaba. Antonio y Miguel ya habían preparado un pequeño rincón al aire libre en lo que unos meses más tarde sería el jardín se una bonita casa unifamiliar. Habían apilado unos palets, los habían partido, y habían apoyado una parrilla sobre cuatro ladrillos. Pepe, por su parte, había llevado algunas cervezas sin alcohol para acompañar la comida.
—Bueno, Pepe, esto va a ser algo especial —dijo Antonio mientras encendía el fuego.
El olor de la madera quemada pronto llenó el aire, y en poco tiempo, las brasas estaban listas. Antonio colocó los chorizos y, mientras cocinaba, Miguel, que era mucho más callado que su padre, ayudaba en silencio, observando cada movimiento con atención.
—Miguel está aprendiendo el oficio —explicó Antonio con orgullo mientras giraba las carnes—, quiere ser albañil, como su viejo. Es un buen chaval, trabaja duro y tiene la cabeza bien puesta. Por cierto, te sabes ese chiste que dice:
«—José, ¿dónde andas?
—Averigua: sol arena y cerveza.
—¿En la playa?
—¡Nooo, estoy en la obra!»
Pepe rió a carcajadas. Había algo especial en ese momento: camaradería. Mientras la carne chisporroteaba y el olor se hacía más intenso, los tres se sentaron en unos bloques de hormigón para compartir historias y risas a la sombra de un muro en construcción.
—¿Sabías, Pepe, que aquí han estado robando palets? —dijo Antonio de repente, después de un largo sorbo de cerveza.
Pepe levantó una ceja, intrigado.
—¿Robando palets? Imagino que si algo se puede transportar, siempre habrá alguien que se lo quiera llevar.
Algunos de estos palets son de un tipo especial, más caros, y algunos espabilados del barrio han estado llevándoselos. No es que se lleven muchos, pero al jefe no le hace gracia. Por eso me ofreció quedarme algunos fines de semana, para echar un ojo y que no se lleven nada más.
Pepe se quedó pensativo. Sabía que en cualquier obra grande siempre había «pérdidas», pero el robo de palets, en particular, era un problema que podía escalar rápidamente al robo de cobre y otro tipo de materiales si no se controlaba.
—¿Has pillado a alguien? —preguntó Pepe, ahora más interesado.
Antonio asintió lentamente.
—Un par de veces. Unos chavales intentaron cargar algunos en una furgoneta vieja una noche. Los espanté antes de que se llevaran algo. Por eso te digo que estés pendiente por si ves a alguien merodeando, probablemente sean los mismos.
Después de comer, Antonio y Miguel se pusieron a recoger todo, asegurándose de que no quedara ningún rastro del improvisado festín.
Mientras caminaba por la obra realizando la última ronda, Pepe reflexionó sobre lo afortunado que era por haber encontrado un compañero como Antonio. No solo trabajaba duro, sino que sabía cómo disfrutar de las cosas simples de la vida, como una buena comida compartida con amigos.
Antes de despedirse, Antonio le dio una palmada en la espalda a Pepe.
—Gracias por compartir la barbacoa con nosotros, Pepe. La próxima vez traeré también unas morcillas, y te aseguro que te van a gustar, son de Burgos, mi tierra.
—Cuenta conmigo, Antonio —respondió Pepe, con una sonrisa sincera—, me apunto a lo que sea, y me viene bien para levantar el ánimo, echo mucho de menos a mi peque, no la veo todo lo que me gustaría.
Mientras Antonio y Miguel se alejaban por la polvorienta carretera, Pepe sabía que el trabajo de seguridad podía ser solitario y a veces monótono, pero días como aquel, con buena comida y una compañía agradable, hacían que valiera la pena.
Al caer la tarde, nuestro amigo escuchó el inconfundible ruido del motor de una furgoneta. Acudió corriendo en busca del origen y encontró a un hombre cargando varios palets en un furgón; dentro, varios críos observaban la escena con ojos acostumbrados.
—¡Alto! Deje eso ahora mismo en su sitio.
—¡Pero payo, si son unas maderitas para dar de comer a mis churumbeles!
—Eso no es suyo, déjelo ahí mismo y váyase si no quiere que llame a la policía.
—Pero hombre, ¿no puede mirar un momentico pa otro lao? Si yo ya me voy.
Mientras discutían, Pepe oyó la voz de una mujer proveniente de detrás del furgón.
—¡Vámonos, Paco, que ya los tengo!
Ante la atónita mirada del vigilante, los palets habían desaparecido y la pareja subió al vehículo escapando a toda velocidad. Pepe estaba aturdido, había sido una maniobra de distracción perfectamente ensayada, estaba claro que tenían bastante práctica. Llamó por teléfono a Antonio para avisarle de lo que acababa de sucederle, para que estuviera pendiente y se sentó sobre unos sacos de cemento con lo que él mismo imaginaba que tendría: cara de tonto.
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