Nuevo recopilatorio de relatos de ficción inspirados en localizaciones del municipio. Alcorcón extraño: Un trabajo complicado 

—Martín, ¿por qué siempre sonríes cuando me ves sudando como si estuviera escapando de un incendio? —bufó un cliente mientras intentaba levantar una pesa.

—Porque eso es que estoy haciendo bien mi trabajo —respondió Martín, guiñando un ojo y provocando una sonrisa general.

En el gimnasio Fit Star Martín destacaba como uno de los instructores estrella en cuanto a carisma. Su pasión por el fitness solo era comparable con su talento para sobrevivir a las excusas más creativas de sus alumnos para no darlo todo.

Martín vivía para esos momentos en los que alguien, contra todo pronóstico, hacía una repetición más; era algo que le producía un gran orgullo como monitor. Sin embargo, había un desafío mucho más complicado que levantar 100 kilos en press de banca: gestionar las emociones de sus clientes sin meter la pata.

Y es que, entre tanto hierro y abdominal, Martín había aprendido que algunas clientas confundían su sonrisa motivadora con un interés de otro tipo. En su mente siempre resonaba el mismo mantra: «debes ser un profesional, Martín. Donde está la olla no pongas…».

Un día cualquiera —martes de glúteos, su cruz por la tentación que le suponía—, Martín conoció a Sofía. No era como las demás clientas. No porque fuera más simpática, más fuerte o más guapa (aunque un poco de todo tenía), sino porque… ¡no se quejaba ni aunque estuviese cerca del fallo muscular! Apretaba los dientes y, con una dura mirada cargada de determinación, terminaba la última repetición que la llevaba a la extenuación.

Desde el principio, Martín sintió una conexión extraña: era como encontrar a alguien que no solo compartía su gusto por las sentadillas, sino también por las pizzas artesanales y la música metal de los setenta.

Las conversaciones entre ellos pasaron rápidamente del clásico «tres series de quince» a debates profundos como:

—¿Qué pesa más, una mancuerna de quince kilos o el arrepentimiento de no hacer cardio?

—El arrepentimiento, sin duda. Y encima no puedes dejarlo caer —respondía Sofía, riendo mientras se secaba el sudor.

Martín, sabiendo que el gimnasio era terreno minado, decidió poner distancia antes de fastidiarla. No podía arriesgar su trabajo ni su buena fama de instructor intocable (título autoimpuesto que defendía con uñas y mancuernas).

La situación se complicó cuando algunas clientas comenzaron a notar demasiada buena onda entre él y Sofía. De repente, Martín recibía invitaciones a cafés sospechosamente informales, cenas proteicas improvisadas…

—Hermano, te van a poner cinta de escena del crimen alrededor —le comentó Mateo, su compañero de trabajo, mientras revisaban las reservas de clases.

—Lo sé —suspiró Martín—. Estoy a un deadlift de ser tendencia en redes sociales.

Así que una noche, después de una agotadora jornada en la que incluso el aire acondicionado parecía haber renunciado a trabajar, Martín decidió actuar.

Encontró a Sofía en un rincón del gimnasio, junto a las máquinas de remo (esas que todos evitaban como si tuvieran vida propia) y, sudando más de lo normal, se lanzó:

—Sofía… —empezó, carraspeando—, me caes increíblemente bien. Pero aquí solo puedo ser tu entrenador.

Sofía lo miró seria durante unos segundos. Después soltó una carcajada tan grande que tres personas a su alrededor dejaron caer las pesas.

—¿¡De verdad pensabas que iba a proponerte matrimonio entre dos repeticiones de sentadillas!? —bromeó ella.

Martín rió aliviado, aunque un poco avergonzado.

—Uno nunca sabe —dijo, encogiéndose de hombros—. He visto gente declararse amor eterno después de sobrevivir a una clase de spinning.

Acordaron seguir como hasta ahora: trabajando duro y bromeando aún más pero sin nada personal.

Desde entonces, su relación evolucionó a algo aún mejor: una amistad de esas que sobrevivían a las series de abdominales imposibles y a las dietas fallidas.

Sofía incluso empezó a cubrirlo a veces cuando alguna clienta demasiado entusiasta se acercaba con propuestas dudosas:

—Cuidado, Martín —le susurraba, dramática—. Se acerca una pregunta trampa… ¡y trae pastel!

Otras veces, en mitad de las clases más duras, se animaban mutuamente con frases motivacionales poco ortodoxas:

—¡Vamos, Martín, solo una serie más y no tendrás que arrepentirte en tu lecho de muerte!

—¡Perfecto, siempre soñé con morir haciendo ejercicio!

Una noche, justo antes de cerrar, Sofía se acercó a Martín con una mirada extraña.

—Había pensado que podríamos hacer cardio juntos cuando salgas.

El chico se quedó sorprendido porque nunca habían quedado a solas y menos fuera del gimnasio.

—Está bien, pero solo trotar, que hoy he hecho pierna y estoy agotado.

Cuando abandonaron el local, guardaron sus mochilas en el maletero del coche de ella e iniciaron la carrera

—Te voy a llevar hacia el parque que hay junto al tanatorio, es muy tranquilo.

Martín asintió algo nervioso, no sabía qué esperar de su amiga.

Corrieron varios minutos hasta que llegaron y, una vez allí, ella gritó y cayó al suelo. Martín paró para auxiliarla.

—¿Qué te ha ocurrido?

—El abductor, creo que se me ha contracturado.

—A ver, túmbate boca arriba y abre la pierna hacia afuera para estirarlo.

—Al final te has salido con la tuya, ¿verdad?

Contestó haciéndole sonrojar.

—Yo no…

—Tranquilo. Es que no me gusta ser parte de las conquistas de un monitor de gimnasio, prefiero la discreción por si un día decides presumir y me conviertas en una más de cara a los demás. Ya me ha sucedido otras veces y siempre acabó mal. Ahora soy yo la que lleva la iniciativa.

Dicho esto, abrió la otra pierna también y lo rodeó con ambas por el cuello con tremenda fuerza.

Martín estaba paralizado, no sabía qué hacer. Vio que de entre las piernas de Sofía surgían dos pequeños brazos terminados en garras que se clavaron en sus ojos. Profirió un espeluznante grito de dolor y en un instante quedó sin vida.

—Ay Martín, eras un buen chico, pero al final te convertiste en uno más y me tomaste por un objeto. Este ha sido tu castigo. Morir entre mis piernas.

Al día siguiente Sofía fue a entrenar como siempre y acudió la policía a interrogar a los dueños tras encontrar el cadáver del monitor. Revisaron las cámaras y descubrieron que Martín se marchó con Sofía al terminar su jornada. La detuvieron y llevaron a comisaría, pero no encontraron pruebas que les hiciese pensar en ella como la asesina ni imaginaron cual pudo haber sido el arma del crimen.

El gimnasio siguió siendo un lugar lleno de sudor, risas y situaciones absurdas: el cliente invidente que quiso hacer press de banca con su perro, la pareja que rompió en plena clase de spinning porque ella no podía confiar en alguien que sudara tanto…

Cada noche, cuando se apagaban las luces del local y el silencio sustituía el hermoso sonido de las pesas chocando y de los gritos de ánimo entre los powerlifters, Sofía se marchaba la última.

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