Nuevo recopilatorio de relatos de ficción inspirados en localizaciones del municipio. Alcorcón Extraño: Un día normal en el gimnasio

Clara  sube al autobús aún con legañas en los ojos. El vehículo va lleno de trabajadores, estudiantes y algunas personas mayores que probablemente tengan cita en el médico o deban ir a llevar a los nietos al colegio. El ambiente está cargado y huele a una mezcolanza de desodorante, after shave, colonia y, cómo no, otros olores menos agradables.

Conecta los cascos bluetooth a su teléfono móvil y selecciona un podcast de relatos titulado El contador de historias con la esperanza de llegar al trabajo antes de que termine de oírlo.

En un frenazo del autobús, una mujer que iba de pie al fondo del pasillo, pierde el equilibrio y se cae de bruces al no tener tiempo de encontrar nada a lo que asirse. La gente no se inmuta. La pobre se levanta dolorida y se sacude la ropa airada ante la pasividad de los viajeros.

Varios bostezos más tarde, Clara baja en su parada y camina hacia el Hospital Fundación de Alcorcón. La calle es un hervidero de gente andando en todas direcciones sin mirarse, cada uno inmerso en sus propios pensamientos.

Cinco minutos después entra a toda prisa, no se explica cómo lo hace para llegar siempre tan mal de tiempo. Saluda al vigilante de seguridad, un tipo fornido de mirada penetrante que se nota que debe estar curtido en los conflictos típicos de un lugar así.

Ya en el vestuario, se pone el pijama y se dirige al gimnasio de fisioterapia. Hay gente en la sala de espera. Su primer paciente es Román, un hombre de sesenta años, pintor, con los hombros hechos polvo de trabajar durante años con los brazos en elevación. Se le rompió el supraespinoso y tiene tanta artrosis y tantas calcificaciones que, cuando los mueve, parecen dos carracas.

—Buenos días, Román.

—Buenos días, doctora.

—Ya te he dicho muchas veces que no soy doctora, sino fisioterapeuta —contesta con paciencia.

—Perdón, es que nunca había ido a ningún fitoterapeuta; me lo aprenderé antes de que me den el alta.

—Venga, vamos para adentro, fontanero —dijo Clara sonriendo.

Ramón la miró divertido con una carcajada contenida y se tumbó sobre la camilla muy obediente.

Qué será, que cuando uno va a que lo curen se vuelve vulnerable y dócil.

—Voy a ver cuánto rango de movimiento has ganado.

—¡Ay, ay ay!

—Muy bien, veinte grados. No seas tan quejica, un hombretón como tú… Te haré las movilizaciones, te pondré el ultrasonido y después ya sabes lo que tienes que hacer: la tabla de ejercicios de siempre.

—Vale, doctora. Perdón, Clara —contestó con evidente sorna.

—Vaya, ¿esas tenemos, paisano? —Clara puso los brazos en jarras mientras se reía. Los dos eran de Ciudad Real—. Anda, vamos a la máquina.

Una vez la fisio ajustó los parámetros pertinentes, dejó a Ramón y fue a atender otro paciente. Era el turno de Asunción, una abuela de ochenta y dos años con prótesis de rodilla, además de un par de vértebras aplastadas, osteoporosis y la artrosis propia de la edad. Con todos los achaques que arrastraba, era el pilar de su familia. Tanto su hija como su yerno estaban en el paro desde la pandemia y vivían en su casa de su pensión y de la renta mínima.

Aparte de saber fisioterapia, Clara debía tener un poco de psicología.  A veces para relajar a los pacientes que llegaban tensos y otras para animar a los poco colaboradores, como era el caso de Asunción, que padecía depresión desde que Manolo, su marido, falleciera el pasado año de un infarto. Desde entonces había quedado tocada y siempre esperaba con cara larga en la salita. Lo único que le alegraba era su nietecita Vanesa de dos años, y Clara lo sabía.

—¿Qué tal, Asunción? Puedes pasar. ¿Cómo está tu nieta? —A la mujer se le iluminaron los ojos al instante.

—Bien, hija. Está hecha un trasto —añadió con una leve sonrisa—. Toma antes de que se me olvide, te he traído unas nueces. Estando en el mercado me acordé de que un día dijiste que te gustaban.

—Vaya, muchas gracias, no tenías que molestarte. Qué buena memoria y qué detalle.

Clara la tumbó en la camilla y comenzó a tratarla.

—¡Ay, me duele!

—Ya sé que duele, pero no queda más remedio. ¿Y por qué dices que es un trasto?

—Porque le lió una a su padre el otro día que, aunque ahora nos reímos, nos dio un buen susto.

—¿Pero qué hizo? —preguntó con verdadera curiosidad. Debía admitir que, charlar con los pacientes, hacía que la jornada pasase más rápido. Bueno, siempre había alguno que era la excepción que confirmaba la regla.

La sonrisa de Asunción se amplió hasta mostrar su dentadura postiza y empezó a relatar lo sucedido:

—Pues la madre había ido a comprar mientras yo preparaba unas lentejas…

—¿Pero cocinas tú?

—Sí, si no quiero morirme de asco. Ellos no tienen mano. Como te iba diciendo, le dije a mi yerno que tendiese la colada de la lavadora, que ya debía haber terminado y, ¿sabes lo que se encontró dentro?

—¡No, me tienes en ascuas!

—¡A la niña! ¡Ja, ja, ja!

Asunción rompió a reir como nunca la había visto Clara y se le contagió la risa.

—Vanesa había sacado parte de la ropa y había metido la cabeza quién sabe para qué, pero se le había quedado atorada y lloraba a pleno pulmón muy asustada.

—Es que los críos dan mucha guerra pero también te partes de risa con ellos, tienen unos puntos que reblandecen al más duro.

—Si no fuera por mi niña, no sé dónde estaría, me siento muy cansada.

Clara, observando que la mujer volvía a cambiar de actitud, pasó a otro tema:

—Asunción, tengo algo para ti.

—¿Qué, hija?

—Toma.

Entregó a la mujer un pequeño paquete envuelto en un papel de regalo de color fucsia y ella lo abrió entusiasmada.

—¿Un pintalabios? ¿Pero… a mi edad?

—¿Qué tiene que ver la edad? Cuando te veas más guapa al mirarte en el espejo también te sentirás un poquito mejor, hazme caso, sé de lo que hablo.

—Está bien, me lo pondré, muchas gracias, eres un amor.

—No hay de qué, ya me dirás. Bueno, hemos terminado por hoy. Nos vemos pasado mañana. Cuídate, Asunción.

—Y tú, cariño. Adiós.

Clara fue al office a tomar un café rápido y encontró a su compañera Victoria.

Victoria era una mujer de cincuenta años, delgada y ovolactovegetariana. Estaba muy preocupada por su alimentación y la de su familia desde que descubrió que era celíaca.

A decir verdad, por algún motivo, el gremio de los sanitarios está bastante concienciado con la salud, el bienestar y la ecología. De hecho, a veces les resulta frustrante participar en algunas conversaciones fuera del trabajo, porque gran parte de la población aún carece de unos mínimos conocimientos sobre estos temas y los hay que aún piensan que una copita de vino durante la comida todos los días es buena para el corazón, que para adelgazar basta con comer menos y que desayunar cereales o zumo con azúcar es sano.

—¿Cómo lo llevas, Victoria?

—Pues ahora me toca la perfumada.

—¿La perfumada?

—Sí, es una mujer que siempre viene con los pies sin lavar y lamparones en la ropa. Debe tener alergia al agua y al jabón.

—¡Ja, ja! Lo siento, que se te haga leve. Vuelvo al trabajo, tengo suelo pélvico.

—Espero que no te toque otra perfumada ahí, ¡ja, ja! —dijo devolviéndole la carcajada.

—¡Uy, si yo te contara!

Clara entró en la unidad de suelo pélvico e hizo pasar a la primera paciente, Rosa, una chica de treinta años con bastante sobrepeso. Al par de minutos quedó patente que era tímida y estaba muy nerviosa.

—Hola, Rosa, me llamo Clara. Veo en tu ficha que tienes prolapso de vejiga e incontinencia urinaria.

—Sí, así es. Es algo incómodo. Sobre todo cuando se me escapa la orina en un sitio público.

—Imagino. Debo serte sincera, si quieres que deje de serlo, al margen de los ejercicios que hagamos y que te enseñe a hacer, debes bajar de peso, pues es lo que agrava tu problema. Tienes debilitada la musculatura pélvica y debemos entrenarla para ponerla fuerte y que pueda mantener todo en su sitio. Para eso, primero debes desnudarte de cintura para abajo y te vas a tumbar en la camilla.

—¿Del todo? —Dijo la chica muy azorada.

—Claro, si no, no podríamos hacer nada.

Muy lentamente, incluso temblándole las piernas, logró quitarse la ropa, y torpemente se tendió en la camilla. Sudaba copiosamente y se le habían subido los colores de tal manera que, en lugar de estar echada, parecía que estubiera colgada boca abajo.

Clara cogió el electroestimulador y repartió uniformemente el lubricante por su superficie.

—¿Qué es eso? —Rosa habría salido corriendo si no fuera porque estaba desnuda, por lo que tuvo que conformarse con la esperanza de una respuesta que la tranquilizara.

—Esto es un electrodo. Se introduce en la vagina y produce pequeños hormigueos que son inofensivos, pero que te ayudarán a recuperar la propiocepción de tus músculos del suelo pélvico.

—Ya veo, pero es que no puedo. No, no, no.

—¿Pero qué es lo que te pasa? No te va a doler —aclaró sorprendida Clara.

—Es que… soy virgen, ni siquiera he tenido novio.

—¿De verdad?

—Nunca he… nunca me han… en fin, ya sabe usted.

—¿Ni tú sola? ¿Nunca te has explorado?

—¡Uy, no, no, no, qué asco!

—Pero… simplemente es otra parte de tu cuerpo, tan bella como cualquier otra

—Ya, pero no.

Clara estaba extrañada. No concebía que a estas alturas quedase aún alguna mujer con este tipo de problema, resultado de una nula o mala educación sexual.

—Pues debes relajarte y dejarme hacer mi trabajo si quieres que te ayude.

—Está bien, lo intentaré.

Con mucha delicadeza, Clara lo introdujo muy despacio.

—¡Ayyy!

—¿Te he hecho daño?

—Nooo, perdón, no me duele —contestó ruborizada con una ligera sonrisa que a duras penas lograba contener—, estoy bien, muy bien. Es que no esperaba…

Clara  también se sintió sonrojar y tuvo que hacer un esfuerzo descomunal para que no se le escapara la risa. Con mucha paciencia y ternura, le explicó los ejercicios y continuó atendiendo pacientes hasta finalizar su jornada. Un día normal en el gimnasio.

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