Nuevo recopilatorio de relatos de ficción inspirados en localizaciones del municipio. Alcorcón Extraño: Líbranos del mal
El Padre Alessandro Massini descendió del taxi, se ajustó el alzacuellos bajo el gélido viento invernal que barría las calles de Alcorcón. No era la Roma bulliciosa a la que estaba acostumbrado, ni la serena Ciudad del Vaticano. Entre bloques de pisos de ladrillo visto y parques infantiles desiertos a primera hora de la mañana, cuando los niños están en el colegio, se sintió desorientado.
La dirección que llevaba anotada en su pequeña libreta era la de un modesto piso en la Avenida de Leganés, un lugar tan común que lo hacía, paradójicamente, extraordinario.
Su misión era ultrasecreta, conocida solo por un puñado de cardenales en la Curia. No era un viaje pastoral, sino una intervención directa, una de esas en las que la fe se enfrenta a lo que la ciencia se niega a reconocer. En el pequeño estuche de cuero que apretaba contra su pecho no llevaba reliquias ostentosas, sino agua bendita, una estola púrpura y un crucifijo de madera de olivo de Jerusalén bendecido por el Papa. Sin embargo, no estaba solo en esta empresa. Los informes del nuncio apostólico en España habían recomendado la discreta ayuda de un sacerdote local, alguien de confianza y con conocimiento de la zona.
Al llegar a la parroquia de Nuestra Señora de la Saleta, un templo moderno pero acogedor, Alessandro se encontró con el Padre Artemio. Era un hombre de mediana edad, con el cabello canoso y expresión serena, curtido por años de servicio a su comunidad. Había sido informado de la llegada de un visitante especial del Vaticano para un asunto delicado, sin más detalles. La naturaleza exacta de la misión se le revelaría solo a su llegada.
—Bienvenido, Padre Massini —dijo Artemio con un apretón de manos firme—, la señora Marta ya ha llamado varias veces. Está muy angustiada.
Alessandro asintió gravemente.
—Padre Artemio, la situación es más grave de lo que podemos permitirnos difundir. Nos enfrentamos a un caso de posesión y su ayuda será crucial para el éxito del exorcismo.
Artemio se sorprendió, pero recuperó el control rápidamente. Había escuchado historias, por supuesto, pero nunca imaginó que se vería directamente involucrado en algo así.
—Estoy a sus órdenes, Padre. Confío en el juicio de la Santa Sede.
Ambos sacerdotes se dirigieron a la vivienda. Al llamar a la puerta, esta se abrió casi de inmediato. Una mujer mayor demacrada, con los ojos hundidos y el cabello revuelto, los miró con una mezcla de terror y desesperación. Era la madre de la poseída, y su nombre, según los informes, era Marta.
—Padres —musitó apenas con un susurro saludando con un respetuoso ademán de cabeza—. Gracias a Dios que han llegado.
Dentro, el ambiente era pesado, cargado de una tensión malsana. A pesar de ser un día despejado las persianas estaban bajadas, sumiendo el salón en una penumbra artificial. En el sofá, encogida y temblorosa, yacía una joven que no debía tener más de dieciséis años. Su piel estaba pálida, sus labios resecos, y sus ojos, de color negro profundo, se posaron en Alessandro con una fijeza perturbadora.
—Es mi hija, Sofía —dijo Marta con la voz rota—. Lleva así desde hace dos semanas. Los médicos no saben qué dolencia padece ni cómo curarla.
Alessandro asintió, su mirada fija también en Sofía, como si la retara. Reconocía los signos y los patrones que le iba describiendo la madre. La ausencia de apetito, el deterioro físico, las voces guturales que, según Marta, a veces escapaban de su garganta y hablaban en otras lenguas, la aversión a todo lo sagrado…
Alessandro se arrodilló junto a la chica y abrió su estuche. Antes de comenzar cualquier rito, necesitaba confirmar la posesión. Con suavidad, sacó un pequeño crucifijo y lo acercó. Sofía se retorció y profirió un gruñido desde lo más profundo del pecho. Sus ojos se clavaron en el crucifijo con una furia irracional. 
—¡Aparta eso de mí, abusador de niños! ¡Esclavo de tu débil Dios, ven al infierno conmigo, ܫܠܡܐ. ܕܟ ܐܝܘܬ؟ ܒasurܐ ܗumanܐ! ¡Veni ad me placere, tristis caelibes!
La confirmación era evidente.
Durante las siguientes horas, el Padre Alessandro Massini llevó a cabo el rito, con el Padre Artemio asistiéndole en cada paso. Aunque inexperto en este tipo de confrontación directa con el demonio, el humilde párroco demostró una fe inquebrantable y un valor admirable. Las palabras latinas que profería el legado vaticano llenaron el pequeño piso de Alcorcón. Resonaron entre las paredes mezclándose con los gritos y los lamentos que brotaban de Sofía. Era una batalla, no de fuerza física, sino de voluntades, del bien contra el mal.
Marta se mantuvo en un rincón, rezando en silencio, aferrándose a un rosario con los nudillos blancos de tanto apretarlo.
El enfrentamiento fue agotador. Hubo momentos en que la voz de Sofía se transformó, volviéndose grave y áspera, burlándose, amenazando a sus atacantes. Alessandro no se inmutó, sus ojos estaban fijos en el crucifijo y su voz inquebrantable recitaba las oraciones exorcitantes.
Artemio, por su parte, se mantuvo en un segundo plano mientras leía los salmos que Alessandro le iba indicando.
El olor a azufre impregnó el aire, y el frío en la habitación se hizo más intenso.
Finalmente, tras lo que pareció una eternidad, un último y desgarrador grito escapó de Sofía. Su cuerpo se sacudió con violencia y, con un suspiro profundo, se desplomó en el sofá inconsciente.
Alessandro y Artemio esperaron hasta que lentamente, los ojos de Sofía se abrieron de nuevo. Esta vez fueron sus ojos, unos ojos de color miel llenos de confusión y debilidad, pero sin rastro de la maldad que los había habitado.
—Mamá… —murmuró Sofía con voz débil.
Marta se lanzó hacia ella y la abrazó llorando de alegría.
El Padre Alessandro Massini recogió sus cosas en silencio y Artemio se acercó a Sofía y a Marta para felicitarlas por su fortaleza y para ofrecerlas seguimiento y apoyo.
La batalla había finalizado, al menos por ahora. Al salir del edificio, el viento de Alcorcón les pareció menos gélido. La misión había sido un éxito gracias a la discreta colaboración entre el enviado del Vaticano y el humilde párroco de Nuestra Señora de la Saleta. Otra alma rescatada del abismo en un rincón inesperado del mundo gracias a la fuerza de la fe.
***
En la vivienda, mientras los sacerdotes abandonaban el bloque de pisos…
—Mamá, pedazo de puta, dile a esos maricones vestidos de cucharas que vuelvan, aún no hemos terminado. ¡Aggghhh!
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@sinvertock

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