Más allá de Alcorcón: Ayúdame, padre

Más allá de Alcorcón: Ayúdame, padre

Nueva columna semanal de relatos de ficción para el periódico de la ciudad. Más allá de Alcorcón: Ayúdame, padre

—Padre, perdóneme porque he pecado.

—Hija, quien te perdona es el Señor. Cuéntame qué es lo que has hecho.

—He dejado entrar al demonio en mi cuerpo.

—¿Cómo?

—Sí, padre, mi lascivia le abrió la puerta y cuando me quise dar cuenta me había poseído.

—Lo que dices es muy serio. Espero que esto no sea una broma.

—Jamás se me ocurriría bromear con algo así. No pisaba una iglesia desde que era una niña, pero lo que me ha ocurrido últimamente me ha hecho reflexionar: si existe Satán también debe existir Dios. Por desgracia yo solo he conocido al primero, pero necesito que me ayude el Señor.

—Claro, hija. Pero debes contarme todo desde el principio.

—Se lo contaré, aunque le aviso que le costará mantener la calma y no escandalizarse.

Hace cinco años que terminé la carrera de administración de empresas y encontré un buen trabajo rápidamente en una gran multinacional. Me iba todo bastante bien hasta que me cambiaron de jefe dos meses atrás. Don Antonio tenía sesenta y cinco años y le tocaba jubilarse, por lo que le preparamos una fiesta de despedida a la que asistimos todos los de la oficina.

Cuando terminamos la jornada a eso de las seis de la tarde, aprovechamos que fue al baño, como solía hacer antes de irse a casa desde que comenzó a padecer de la próstata, para sacar unas botellas de cava, globos y demás parafernalia típica de una ocasión así. Mientras yo intentaba quitar el corcho a una de las botellas, este se rompió y me puse a maldecir entre dientes. En ese momento, alguien puso una mano sobre mi hombro desde atrás y sentí cómo su aliento acariciaba mi cuello.

—¿Me permites, Ana?

—Sí, sí, claro. —Cuando me giré, vi a un hombre de mediana edad, de piel morena, apuesto, alto y fornido que me miraba con una expresión divertida.

—¿Te hace gracia?

—Un poco, pero no te ofendas, no me río de tí.

—Bueno, ya que te parece tan divertido, a ver si puedes tú abrirla.

Cogió un bolígrafo que había sobre la mesa, lo introdujo por la boca y dio un golpe seco en el extremo que sobresalía con la otra mano. El trozo de corcho roto se hundió y dejó libre el orificio.

—Vaya, «señor abridor profesional de botellas», ¿quién eres que sabes mi nombre pero yo no te conozco? —Otra vez la misma sonrisa burlona. Tenía algo irresistible; quizá sus carnosos labios o esa actitud tan confiada.

—Soy Apolión, tu nuevo jefe —dijo mirándome con descaro el canalillo que dejaba entrever mi blusa. Sus enormes ojos, oscuros y penetrantes, parecían ser capaces de ver a través de mi ropa y yo, que soy una mujer de este siglo y sin tabúes, le agarré la mano con la que sujetaba la botella con mi mano izquierda y con la otra acaricié su antebrazo hasta que se le aflojaron los dedos y pude quitársela.

—¿Qué clase de nombre es ese?

—Tengo ascendencia griega —explicó encogiéndose de hombros y guiñandome un ojo.

Logró desarmar todas mis defensas y, desde ese día, me sorprendía a mi misma observándole con demasiada frecuencia, pues su despacho estaba justo enfrente del mío. Nuestras  miradas se cruzaban de vez en cuando, algunas voluntariamente por mi parte y parecía que saltaban chispas cada vez que esto sucedía.

Pensaba en él, soñaba con él, le deseaba… y, un día, antes de marcharnos a casa, se acercó a mi puerta y me dijo:

—Ana, hoy salimos un poco antes, es viernes. Voy a casa de unos amigos que celebran una fiesta. ¿Te animas? —Estoy algo cansada, pero si cuenta como horas extra… —contesté provocadora, cuando en realidad me moría por estar cerca de él.

—Anda, coge tu abrigo que te hará falta —replicó divertido.

Caminamos por la avenida hasta un edificio de elegante y antigua fachada en pleno centro de Madrid. Entramos bajo la atenta mirada de un conserje y subimos hasta el ático. Pulsó el timbre y abrió la puerta un hombre joven y atlético que me miró de arriba a abajo, me examinó con atención y le dijo a mi jefe que estaba todo preparado. Entramos y quedé sorprendida por la amplitud de la casa. Tenía unos techos altísimos y en torno a un pasillo principal, se distribuían al menos media docena de puertas. Lo cruzamos hasta el final y llegamos a un enorme salón, decorado con muebles antiguos de madera maciza y tapices que representaban, por los pocos conocimientos que tengo de la Biblia, escenas tanto del antiguo como del nuevo testamento, tales como Adán, Eva y la serpiente en el paraíso, el ángel caído o el diablo tentando a Jesucristo cuando se retiró al desierto de Judea a meditar en ayuno durante cuarenta días.

En el centro de la estancia, habían colocado una enorme cama con dosel de dos por dos metros y seis sillas alrededor orientadas hacia esta y ocupadas por jóvenes que parecían clones del que nos abrió la puerta.

Un bonito reloj de pared marcaba las seis y seis minutos y no parecía cambiar de hora; debía estar estropeado.

Todo era muy extraño y me asusté.

—Esto no parece una fiesta.

—Lo será, confía en mí.

Apolión miró uno por uno a los presentes y por último a mí. Me agarró por la cintura y me besó apasionadamente.

Desde ese momento, ya no tengo más que vagos recuerdos de lo que sucedió, como fotografías mal reveladas en las que las imágenes se ven difuminadas.

Me llevaron a la cama y uno por uno yacieron conmigo hasta que perdí completamente la consciencia.

Desperté en mi casa desnuda, con la cabeza y el cuerpo muy doloridos y metida en mi cama. Llamé al trabajo para avisar que no iría en unos días y medité si debía denunciar lo sucedido, pero no tenía heridas ni pruebas de lo ocurrido.

Una semana después los dolores se habían concentrado únicamente en mi estómago y una mañana, al mirarme al espejo, vi algo que me hizo soltar un grito de terror.

—¿Qué hija?

—Para enseñarselo debemos salir del confesionario, padre. Recuerde que todo lo que le he contado sucedió hace menos de dos meses.

Una vez fuera, se miraron en un tenso silencio y, el cura, al bajar la mirada hasta la tripa de la mujer, observó que estaba embarazada de al menos ocho meses.

@sinvertock

Jose Luis Blanco Corral es autor de Vidas Anodinas y de Cuando no quedan lágrimas.

*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o las imágenes propias de este artículo.

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