Nuevo capitulo de este relato sobre unos ancianos, la residencia, y sus aventuras. La residencia Edén de Alcorcón. Capítulo 2: La fuga
Capítulo 2: La fuga
Los días en la residencia Edén transcurrían entre risas y charlas amenas, pero no todo era tan perfecto como los nuevos residentes habían pensado al principio. Con el tiempo, empezaron a notar ciertas incomodidades que iban más allá de las bromas y de las actividades diarias. A pesar de que la residencia parecía un lugar acogedor y bien cuidado, los ancianos comenzaron a sentir que el personal no les escuchaba, que las normas y rutinas eran demasiado estrictas y que las decisiones importantes se tomaban sin consultarles. Era un lugar bonito, sí, pero a veces les parecía que más que un hogar, era una jaula de oro.
Todo comenzó una tarde durante una de las reuniones informales en el jardín, donde los residentes se reunían para charlar. Ese día, el ambiente era diferente, había cierta tensión en el aire. Doña Carmen frunció el ceño y fue la primera en hablar:
—Ya estoy cansada de que nos traten como si no tuviéramos criterio propio —dijo mirando a los demás con una determinación que contrastaba con la habitual calma de su rostro—. Nos tienen encerrados como si fuéramos niños traviesos y ya ni siquiera nos dejan salir a pasear por el pueblo cuando nos apetece.
Don Ramón asintió con gesto severo:
—Es verdad. Nos prometieron que tendríamos libertad, que podríamos seguir con nuestras vidas como antes, pero cada vez que pedimos algo, tienen una excusa para no dárnoslo. Que si es peligroso, que si somos muy mayores, que si el reglamento no lo permite…
—Y ni hablar de la comida —intervino Doña Rosario, agitando una mano en el aire—. Siempre nos dan lo mismo, todo sin sabor, como si no fuéramos incapaces de disfrutar de una buena comida. Si no fuera por los panes de Don Antonio, ya estaríamos muertos de hambre… o de aburrimiento.
Doña Luisa, que solía ser la más optimista, también se mostró preocupada:
el otro día pedí un ratito más en el jardín porque el sol estaba precioso y la enfermera me dijo que no, que ya era hora de regresar a la habitación. ¡Qué tontería! Ni que nos fuéramos a escapar.
El comentario de Doña Luisa quedó suspendido en el aire y, de repente, como si una chispa se encendiera, todos se miraron con la misma idea en mente:
—¿Y por qué no lo hacemos? —Preguntó Don Ernesto en voz baja pero con una mirada encendida—. ¿Por qué no organizamos una pequeña fuga? No para irnos definitivamente, claro, sino para que entiendan que no pueden tratarnos como a prisioneros. Una especie de protesta.
La idea cayó como una bomba entre los presentes. Hubo unos segundos de silencio y luego, uno por uno, comenzaron a asentir. Sí, era arriesgado, pero también emocionante. ¿Qué mejor manera de demostrar que no estaban dispuestos a ser ignorados que organizando su propia escapada?
La conversación rápidamente se tornó conspirativa. Decidieron que la fuga tendría lugar la noche siguiente, justo después de la cena. Aprovecharían que durante esas horas el personal solía estar más relajado y que la mayoría de los residentes volverían a sus habitaciones. Solo necesitaban un plan para salir sin ser vistos.
—Conozco un par de puntos ciegos en las cámaras de seguridad —dijo Don Paco recordando sus días como electricista—, podemos usarlos para llegar hasta la puerta trasera del jardín.
—Y yo sé dónde guardan las llaves —añadió Amalia con una sonrisa cómplice—. Solo hay que distraer a la enfermera encargada y podré cogerlas sin que lo note.
—¡Perfecto! —Exclamó Doña Carmen—. Nos reuniremos en el pasillo principal a las nueve en punto. Hay que ser puntuales porque esto no es un juego.
Todos asintieron emocionados y nerviosos a la vez. La idea de romper las reglas, de ser libres aunque fuera por un rato, les hacía sentir como niños de nuevo. Se sentían vivos.
La noche llegó más rápido de lo que esperaban. La cena transcurrió con una calma tensa, y apenas terminó, los conspiradores se retiraron a sus habitaciones para esperar hasta la hora acordada. A las nueve en punto comenzaron a aparecer en el pasillo, vestidos con sus abrigos y zapatos más cómodos, listos para la aventura. Doña Carmen, quien lideraba el grupo, hizo una señal y empezaron a moverse sigilosamente por los pasillos siguiendo el plan trazado.
Todo iba bien. Amalia logró distraer a la enfermera hablándole sobre una supuesta picazón en la espalda, lo que le dio tiempo para tomar las llaves. Don Paco los guió a través de los puntos ciegos de las cámaras hasta la puerta trasera. Apenas se podía oír un susurro entre ellos, aunque el corazón de cada uno latía con fuerza.
Finalmente, llegaron a la puerta trasera que daba al jardín. La luna brillaba sobre ellos, iluminando su camino. Amalia introdujo la llave en la cerradura y, con un suave clic, la puerta se abrió.
—¡Lo logramos! —Susurró Don Ramón con una sonrisa de triunfo.
—¡Venga, rápido! —Urgió Doña Carmen sintiendo el aire fresco de la noche en su rostro—. Tenemos que salir antes de que alguien nos vea.
Salieron al jardín uno por uno, sintiendo la libertad cada vez más cerca con cada paso que daban. Su plan había funcionado. Habían burlado la seguridad, habían desafiado las reglas y ahora estaban a punto de disfrutar de una noche bajo las estrellas sin restricciones.
Pero entonces, justo cuando se disponían a cruzar el jardín hacia la verja que les llevaría al exterior, un fuerte ruido interrumpió la calma. Era la alarma de la puerta trasera que había saltado al abrirla y que ninguno de ellos había previsto.
La directora de la residencia Edén, la estricta y meticulosa Doña Margarita, estaba en su oficina cuando escuchó el sonido de la alarma. Su primer pensamiento fue que alguien intentaba entrar en la residencia, pero cuando miró las cámaras de seguridad, vio a un grupo de residentes en el jardín caminando hacia la salida. Su rostro se tornó pálido y el pánico se apoderó de ella. ¡Los residentes estaban escapando!
Sin pensarlo dos veces, Doña Margarita cogió el teléfono y llamó a la policía. —¡Tenemos una emergencia! ¡Un grupo de ancianos está intentando escapar de la residencia! ¡No sé lo que podría pasarles ahí fuera si lo consigun!
Mientras tanto, en el jardín, los fugitivos escucharon el lejano sonido de sirenas acercándose. Don Ernesto, que había oído el ruido de la alarma antes que los demás, fue el primero en darse cuenta de lo que sucedía.
—¡La policía! ¡Vienen hacia aquí! —Gritó con una mezcla de sorpresa y temor.
—¡Rápido, escondámonos! —Sugirió Doña Rosario señalando unos arbustos cercanos—. Pero antes de que pudieran moverse, las luces azules y rojas iluminaron el jardín y los coches de policía llegaron a toda velocidad.
Los agentes se bajaron rápidamente y corrieron hacia ellos. Al principio no entendieron lo que veían. Un grupo de ancianos, vestidos de oscuro para una escapada nocturna, paralizados en medio de un jardín en la oscuridad. La escena era tan surrealista que algunos de los policías no pudieron evitar sonreír.
—¡Alto ahí! ¿Qué están haciendo? —Exclamó uno de los policías, intentando mantener la seriedad.
Doña Carmen, sin perder la compostura, se adelantó y con voz firme respondió: —Estamos protestando. Queremos que nos escuchen, que respeten nuestra libertad y nuestras decisiones. No somos criminales, solo estamos defendiendo nuestros derechos.
Los policías se miraron entre sí un poco desconcertados. Por su parte, Doña Margarita llegó corriendo al jardín completamente alterada. —¡Señores, por favor, regresen adentro! ¡Esto es peligroso! ¡Podrían haberse hecho daño!»
Los residentes, todavía llenos de la adrenalina del momento, no cedieron de inmediato. Pero al ver la confusión en los rostros de los policías y la desesperación de Doña Margarita, comenzaron a relajarse.
—Tal vez nos excedimos —murmuró Don Ramón, aunque en su rostro aún se veía una sonrisa traviesa.
Al final, los policías, tras asegurarse de que todos estaban bien, hablaron con Doña Margarita en privado. La directora, aunque avergonzada, se dio cuenta de que había malinterpretado la situación. Los residentes no eran delincuentes ni estaban descontentos con su hogar, solo querían un poco más de libertad y autonomía.
Aquella noche, tras el inusual incidente, los residentes fueron escoltados de vuelta al interior. No hubo castigos ni reprimendas, pero la situación no pasó desapercibida. Al día siguiente, Doña Margarita convocó a una reunión especial con todos los residentes para discutir las normas de la residencia.
—Quiero disculparme por lo sucedido anoche —comenzó la directora, con un tono más suave de lo habitual—. Entiendo que necesitan más autonomía, y me comprometo a trabajar con ustedes para encontrar un equilibrio que nos beneficie a todos, pero por favor: ¡No vuelvan a darme un susto así!
Muchos de los los ancianos no pudieron evitar que se les escapara una sonrisa.
Jose Luis Blanco Corral @sinvertock es autor de Cuando no quedan lágrimas (Amazon), Vidas Anodinas (en tu librería), poemas para pasear (Amazon) y Relatos del día a día
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