Historias de borrachos en Alcorcón: Juan Antonio y el destino del universo

Historias de borrachos en Alcorcón: Juan Antonio y el destino del universo

Nueva saga de microrelatos ambientados en nuestro municipio. Historias de borrachos en Alcorcón: Juan Antonio y el destino del universo

Era un sábado cualquiera, sonaba el camión de la basura justo debajo de la ventana; es lo que tenía vivir en un primero. Juan Antonio no debía levantarse pronto para ir a trabajar y dormía plácidamente la moña que se había pillado después de la cena de trabajo en el Bálamo. En ese momento soñaba con un grupo de bellas mujeres que le decían cosas hermosas; por algo son sueños, el único lugar donde era libre, y Juan Antonio disfrutaba de esa libertad como más le apetecía, de aquello que sólo podía suceder en el mundo onírico. Con un metro sesenta y cinco de estatura, sobrepeso y cara poco agraciada, en la vida real nunca se vería en una situación así; tampoco le dejaría su chica, Azucena.

Justo en el momento en el que comenzaban a hacerle mimos, un estruendo le arrancó de su fantasía y se incorporó instantáneamente apoyando la espalda contra el cabecero de la cama con tal fuerza que pareciera que podría protegerle de lo que estaba ocurriendo. Un ser humanoide acababa de entrar en su dormitorio embutido en una extraña y futurista armadura que le cubría de pies a cabeza. Se había llevado por delante la mitad de la pared que daba a la calle, dejando una abertura que le iba a costar un ojo de la cara arreglar. Escandalizado y un poco más repuesto del shock, se dirigió al tipo que había invadido su hogar y le dijo:

—¿Qué pasa contigo, estás loco?

—Lo siento, me persiguen, el destino del universo depende de que proteja este dispositivo —y le enseñó un cubo metálico del tamaño de una nuez.

—¿De ese cacharrito? ¡Venga ya, me tomas el pelo!

—Ni mucho menos, aquí guardo información detallada de una invasión total de este planeta. La Tierra será el primer mundo en caer y le seguirán uno a uno todos los demás hasta que todos formen parte de su ejército de esclavos.

—¿Pero quién coño quiere hacer todo eso?¿Por qué?

—Se llaman los Dewen, son seres maléficos que explotan los recursos de todo lugar que invaden hasta dejarlo seco.

—¿Pero qué recursos buscan?

—Agua y huéspedes para sus crías, principalmente.

Tocaron a la puerta y una casi inaudible voz dijo:

—Juan, ¿estás bien? He oído ruido.

—Joder, Azucena, ¿que si estoy bien? ¿Pero no ves que hay un extraterrestre en nuestro dormitorio que ha destruido media pared? ¿Dónde narices estabas? ¿Y eso de «en lo bueno y en lo malo»?

—¡Mierda, Juan, me he levantado a orinar y me encuentro esto! ¿Qué quieres que haga, tirarle una cacerola a la cabeza?

—Pues ya sería algo.

—Ni que fuera Chonchenaguer, ¿Has visto lo que lleva puesto? Seguro que ni la olla express de mi madre lo abolla.

—Pues tu madre sí que tiene pelotas, seguro que le daría su merecido por ensuciar el suelo.

—Y la tuya le daría un tetazo con una de esas enormes ubres que le cuelgan como campanas.

—¡No te metas con mi madre, las madres son sagradas!

—¡Tú has empezado primero!

—¡No, tú!

—¡Callaros! ¿Pero no habéis escuchado lo que acabo de decir? El universo corre peligro y necesito vuestra ayuda.

—¿Pero qué quieres que hagamos nosotros para evitarlo? —dijo Azucena—. Más aún, ¿cómo sabemos que es verdad todo lo que nos estás contando? No te conocemos de nada, esto podría ser una cámara oculta para algún programa de televisión o incluso tienes intención de ocuparnos la casa.

La chica se había acercado a medio metro del ser y le miraba fijamente a donde parecía tener los ojos. Los dos metros de uno contrastaba con el metro sesenta y cincuenta kilogramos de la otra. Juan se incorporó aún más y cogió la lámpara de la mesilla a modo de arma. El defensor del universo no daba crédito, estos frágiles humanos le estaban plantando cara a alguien que podría desintegrarlos con un simple gesto de uno de sus guantes de combate.

—¿Qué puedo hacer para que me creáis? —Reculó medio metro para alejarse de Azucena.

—Para empezar dinos quién eres —dijo Juan mientras salía por fin de la cama y se ponía a la altura de su compañera.

—Mi nombre es Macaren.

—¡Ja, ja, como la canción!

—¿Qué canción?

—Joder ¿No conoces esa de: «dale a tu cuerpo alegría Macarena, que tu cuerpo es pa darle alegría y cosas buenas» de ese grupo?

—¿Qué grupo?

—Sí hombre, esto… ejem… se llamaban… Azucena, ayúdame.

—¡Los Del Río! —apuntó como si estuviera en un concurso.

—Pues no lo conozco.

—Increíble, está claro que no eres de este mundo. —Juan se le acercó un poco más y poniéndo la mano derecha sobre una de las hombreras del ser, con voz vehemente, le preguntó—. ¿Qué podemos hacer para ayudarte?

—Menos mal, creí que todo había terminado. Debéis proteger el dispositivo, de ello depende la libertad del universo.

—¡Ja, ja! Pero si no somos libres. Me levanto a las 6:00 de la mañana veintidós días al mes, trabajo diez horas para poder llegar simplemente a fin de mes. Mi jefe no me deja elegir cuándo irme de vacaciones. O no tengo tiempo para hacer cosas o dinero para hacerlas. Mi chica me da una colleja cada vez que se me va la mirada a otra chica. El gobierno me obliga a tener dinero en el banco para obligarme a ser un ciudadano responsable y que no me escaquee de mis obligaciones fiscales. Saben todo sobre mí y hasta las empresas privadas conocen mi número de teléfono, la dirección de mi casa, la IP de mi ordenador y hasta el porno que veo cuando a Azucena le duele la cabeza.

Si tenemos descendencia algún día, la cosa se complica aún más, porque entonces sí que estamos pillados por los huevos. Nos dicen que los hijos no son de los nuestros, sino del sistema, pero los padres pagan la educación, la alimentación y todo aquello que necesitan sus desventurados hijos, los cuales están condenados a perpetuar todo este tinglado desde que nacen. Así, que si no te ha quedado claro, puedes meterte ese cacharro por el culo, porque ni somos libres ni lo seremos. Si esos abusones vienen, que pase lo que tenga que pasar, pero que me dé tiempo a ver como arde el Congreso de los diputados. Adiós.

***

Eran las 12:00 y Juan Antonio no despertaba. Azucena entró en la habitación como un vendaval y subió la persiana: 

—¡Levanta, anda! ¿A qué hora llegaste de la cena de trabajo? Vaya peste a alcohol que hay en el dormitorio. Y roncaste como nunca.

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