Nueva reflexión semanal sobre una película altamente recomendable. Desde mi Colmena en Alcorcón: La Virgen Roja
Hacía años que no disfrutaba de un diálogo y un contenido tan enriquecedor. Especialmente viniendo de una película española. Hartita estaba ya de cáscaras made in USA con mucha acción, colores estimulantes y bellezas tan irreales como superficiales.
Claro que hay películas norteamericanas que se salen de la línea descrita, pero en lo que refiere a riqueza de diálogos y capacidad de poner las cabezas en marcha, ganamos por goleada.
Y es que, en estos tiempos en que ya no sabemos a qué llamar feminismo, a qué hembrismo y cuándo hablar de verdaderas chifladas que, como la madre que protagoniza la película, en su fanatismo individual creen que sus hijas son su proyecto contra sus propias frustraciones, complejos y traumas, una obra como la visionada con tal calidad y claridad en los diálogos, empieza a ser más que necesaria: urgente.
En ella se narra el caso real―y monstruoso― de Aurora, que engendró de una manera totalmente maquiavélica a su “proyecto” y a poco de parirlo ya empezó a programarlo como si se tratara de un robot, conduciendo así a la niña por un meticuloso y sesgado desarrollo intelectual y físico hacia el papel de una suerte de mesías del feminismo… Feminismo según el entender de esta señora (que en realidad adolecía de un hembrismo enfermizo).
Esto me trae un recuerdo que obliga a un pequeño inciso:
Aunque os cueste creerlo, hay mujeres que rechazaron unirse a mi asociación de escritoras porque en ésta había entrado un hombre, razón por la cual supuestamente dejaba de ser un territorio seguro (palabras textuales). Cuando me enteré me quedé de cartón-piedra.
Tal como habría hecho aquella chalada de Aurora, se comportaron ante la inclusión de un ser humano del sexo opuesto como si hubiéramos soltado un zorro en un gallinero. Pretender legitimar este prejuicio revanchista empezando por no considerarlo como tal porque el excluido en este caso es un varón, no es feminismo precisamente, ya que éste es contrario a toda discriminación sexual; es una injusticia equivalente a la que ejercían aquellos caballeros que nos cerraban las puertas de las editoriales o bien nos obligaban a adoptar un seudónimo masculino para publicar nuestros artículos; la misma discriminación por sexo ejercida en aquellos salones para fumar donde sólo los hombres podían entrar y, por tanto, compartir e intercambiar información y contactos y así conservar el poder dentro de los círculos masculinos.
Me asusta pensar que mujeres así se vendan como “feministas” de la misma manera que lo hacía Aurora, madre de la protagonista de la película, la joven “virgen roja”, Hildegard.
Todos tratamos de educar y transmitir una ética lo más acertada posible (y fracasaremos en algo, inevitablemente) a nuestros hijos para que se desarrollen como personas tan plenas e íntegras como lo que nos gustaría que nos vaya sucediendo en este mundo.
Sin embargo, a su vez la mayoría de nosotros ―espero― lo hacemos partiendo de la base de que nuestros hijos no nos pertenecen y, sobre todo, de que tarde o temprano acabarán pensando por su cuenta. A mí, francamente, me sorprendió y a la vez me produjo gran admiración la primera discusión que tuve con mi hijo cuando, siendo aún muy pequeño, me demostró una capacidad de argumentación asombrosa. Pocos años después, el mismo coronó mi satisfacción comenzando a ganarme en el ajedrez. Suelo picarme bastante en los juegos, pero mi orgullo por él superó con creces el ego herido.
No es fácil calibrar los recursos para dotar a tus hijos de las herramientas necesarias para que desarrollen su inteligencia sin caer en la torpeza de contagiarles tus ideas; no somos perfectos. Yo traté de seguir aquella máxima que escuché de labios de un profesor: “No os pido que penséis como yo, pero sí que penséis”.
En la película, la madre de Hildegard considera a ésta su proyecto, su propiedad, se sitúa en el extremo más abominable adoctrinando y adiestrando a su hija en el aislamiento más rotundo para convertirla en una lideresa supuestamente feminista que, para empezar, fomente un desprecio hacia el amor como enemigo de la revolución.
Como cabría esperar, llega el siempre inevitable momento en que la hija empieza a pensar por su cuenta. Para más inri, se enamora de un hombre.
El final ya es de sobra conocido. Pero, por si acaso, no seré yo quien haga un spoiler aquí.
Y es que, como tantas otras personas, Aurora no pudo encajar que su hija terminara diciéndole: “Yo no soy de nadie”.
No, no lo son. Nuestros hijos no nos pertenecen. Este parámetro es esencial para no contribuir a la cadena de manipulación que rige tantas relaciones paterno/materno-filiales.
No los aislemos, no los sobreprotejamos; tampoco son nuestro espejo. Su vida les pertenece exclusivamente a ellos. Démosles alas y sentido de la orientación, pero no les impongamos la ruta.
Aprovecho este pequeño desvío del tema principal (la película) para añadir que nuestra dedicación hacia ellos debe tener una fecha de caducidad que, como sucede con el resto de especies, libere a ambas partes. Porque los hijos e hijas, de acuerdo con el devenir natural de toda criatura, echarán a volar. Y que así sea. De no aceptarlo, de retenerlos con un apego insano, nosotros podríamos acabar reprochándoles nuestra abnegación y lo que es peor: la pérdida de una última oportunidad de ser felices con lo que surja en nuestra propia vida.
Patricia Vallecillo – escritora.
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Autora de la trilogía Las abejas de Malia y del cuento Letras para una bruja.
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