Nueva columna que nos muestra lo que pocos conocen al otro lado de su teléfono. Desde mi Colmena en Alcorcón: De parte de la teleoperadora 

Don Ernesto tiene ochenta y cuatro años y me llama para que le autorice una intervención más a su mujer. Su voz se apaga a intervalos, a veces me cuesta entenderle porque no tiene ni fuerzas para respirar. El abatimiento que lo ensombrece se extiende a través del auricular hasta que me parece ver su mirada en mi pantalla; hasta que con el sentido de lo intangible percibo el rostro destruido de su alma.

Ya es la tercera vez que extraen tumores a su mujer. Ésta lucha contra un cáncer que reaparece tenazmente como una acosadora manada de hienas incansables que rodean a su víctima, acorralándola para alcanzar su frágil cuerpo de ochenta y dos años con alguna dentellada que otra, mientras su marido lucha por ella y saca de sí mismo la fuerza que a su edad no debería verse obligado a desplegar para apartar el mal de su ser amado.

Es posible que la mujer de Ernesto esté deseando dejar de batallar entre medicamentos y quirófanos y entregarse al descanso definitivo, pero el desesperado empeño de su marido le duele con el sufrimiento al que se verá sometido si la pierde.

Unas llamadas después, llega Doña Amelia, que se marcha a vivir en otra ciudad. No por trabajo; ni por amor; por nada en particular; por ganas de vivir. Amelia tiene noventa y cuatro años y a pesar de la insuficiencia respiratoria que se percibe en su voz, ésta transmite una energía que no nace de órgano físico alguno. Amelia me pide que le resuelva la entrega periódica de oxígeno que necesita para mantenerse en pie, a fin de que en adelante comience a recibirla en su nuevo domicilio. Amelia sigue viva, viva de verdad, aunque le falte el aliento que necesita para alimentar al titán que vive en su interior.

Por otro lado, tenemos a Cristina. Está desesperada con los dos psiquiatras que han rehusado tratar a su hijo, tachándolo de caso imposible. Se me quiebra el pecho escuchando a esta madre que no renuncia a curar la mente herida de su pequeño. Me desespero con ella ―sin que lo note, sin dejar de centrarme en calmarla― e invoco ese don nacido de mi instinto para, sin conocerlos, elegir de una lista los médicos que por razones que escapan al raciocinio, reciben la aprobación de mi sexto sentido: “Éste… éste la ayudará”, siento en mi atávico interior salpicado de genes de mis antepasadas curanderas gallegas. Cristina queda tranquila, con dos números de teléfono especiales y mis mejores deseos para que pronto vea cerrarse la fractura en el alma de su hijo.

Mientras tanto, hay quien se compadece de la teleoperadora: “tu horario…, tu sueldo…”, y yo vuelvo en el tren recordando cómo hoy compartí un rayo de luz en cada llamada con personas a las que pude ayudar, o pensando en aquellas de las que recibí un valioso ejemplo, como mi adorable Amelia, que se ha llevado un trocito de mi corazón con sus bombonas de oxígeno.

Y no…; no echo de menos aquellos trabajos donde se ganaba más en menos horas y, sin embargo, la sangre no te calentaba las venas.

Nota: todos los nombres son ficticios para salvaguardar la identidad de las personas comentadas.

Patricia Vallecillo – escritora.

Autora de la trilogía Las abejas de Malia y del cuento Letras para una bruja.

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