Nueva columna semanal sobre el merecimiento o no de la aportación con que los futuros cotizantes nos garantizarían la pensión de jubilación. Desde mi Colmena en Alcorcón: A cotizar donde se merezca
Estoy repasando una lista de los países europeos que mejor gestionan la conciliación laboral y familiar en pro de la defensa de una buena crianza. No sólo encuentro valiosas muestras de respeto a la maternidad y la paternidad en sus condiciones sino, además, la implantación de estrategias que facilitan la reincorporación al mercado laboral de aquellos padres y madres que, pese a la posibilidad de conciliar, no les fue posible ausentarse del nido por circunstancias varias que cada uno conoce en su propia experiencia y que los demás no tienen derecho a juzgar y castigar desde los estrechos parámetros de una visión empresarial arcaica.
Hace un par de días una empresa se dignó a citarme para una entrevista de trabajo (lo de no poner fecha de nacimiento en el C.V. ayuda, aunque sólo sea para esquivar los prejuicios y alcanzar un contacto inicial).
La situación, como de costumbre, resultó así de inverosímil, disparatada y kafkiana:
― ¿Qué edad tienes?
Pausa incómoda. El entrevistador templa gaitas:
―A ver…, no pasa nada; es que…
La confieso y remato con un “se beneficiarían de una subvención por contratarme”.
Seguimos: mi experiencia en esto, aquello, mis estudios, los idiomas que conservo, etcétera… Pero vaya, parece haber factores más importantes que el bagaje académico-profesional de una persona:
― ¿Cuál es tu situación familiar?
De nuevo la pausa, esta vez trabada por el estupor de la pregunta que acabo de escuchar.
“Fácil y sencilla”, me apetece responder. Pero vamos a dar otro capotazo:
―Muy buena. Estoy divorciada, tengo dos hijos ya mayores que prácticamente ya no me exigen responsabilidades ni me atan a horarios.
A juzgar por el gesto del inquisidor, he pronunciado una palabra maldita: divorciada. ¡Pardiez! En sus ojos veo reflejada la leyenda según la cual una divorciada se vuelve neurótica, se cae borracha de los taburetes en las barras de los bares, persigue a sus compañeras de trabajo para contarles un drama personal o a los compañeros para otros fines porque… como bien reza dicha leyenda sobre la divorciada, toda mujer de tal forma descarriada se vuelve necesariamente improductiva y problemática.
Inspiro profundamente y me digo a mí misma: “Bueno, al menos me va a quedar un buen artículo que escribir sobre esta experiencia”. La verdad es que lo que sucede en las entrevistas de trabajo en este país daría para toda una crónica.
En tenso silencio, el entrevistador repasa mi C.V. y arremete de nuevo clavando el dedo índice entre dos trabajos:
―Observo que de 2014 a 2017 no trabajaste ¿Qué pasó?
En la pantalla de mi fuero interno se proyecta una imaginaria escena en la que salto como un gato:
― ¡Por todos los dioses!, ¡¿a qué viene esa pregunta?! Consegui retomar mi actividad laboral hasta hace dos meses, he estado haciendo cursos y apenas hace dos días recibí el último diploma, el del dichoso excel avanzado! ¿A qué viene ponerse a buscar marcas del demonio?
Pero en la realidad hago un último esfuerzo por conservar la calma, aunque las llamaradas en mis ojos, similares a las de la protagonista de mi libro, ya deben revelar que este señor me está calentando mucho los cascos:
―Se sucedieron varios problemas de salud en la familia y tuve que priorizar. Así, de paso, no tuve que molestar a mi empresa con permisos y bajas médicas.
No iba a contarle mi vida, de la cual el hecho de no poder trabajar de manera continua ha supuesto el origen de una tragedia que no deseo en la vida de nadie. Bastante sufrimiento me ha ocasionado el descalabro laboral que comenzó con mi maternidad y siguió con una sucesión de coacciones y privaciones, como para encima aguantar reproches. Señores y señoras: cuando nos cae el papel de cuidadoras no estamos de vacaciones, doblamos el lomo más que en toda la vida y ni se agradece ni, mucho menos, se paga. Y en muchos casos, como el mío, encima te puedes quedar aislada y aguantando humillaciones hasta la desesperación.
Su gesto refleja cierta insatisfacción. Mi rostro, al rojo vivo, no logra ocultar un cabreo importante.
Cuando llegue a casa debo explicar a mis hijos por qué, cuando terminen sus estudios, deberían llevarse su talento y brillantes resultados académicos a aquellos países cuyo mercado laboral está concienciado y preparado para readmitir trabajadores que obedecieron a una responsabilidad familiar ―tan inescrutable como respetable―, en lugar de represaliarles hasta el absurdo.
Que coticen para ellos y les regalen las pensiones que, injustamente, no todos podremos recibir.
*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o las imágenes propias de este artículo.
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