Nueva columna semanal sobre el misterio que rodea a los Castillos de Valderas. Alcorcón extraño: Yo no he visto nada

La primera vez

La noche del 24 de mayo de 1967, los Castillos de Valderas parecían un decorado de película de terror: se erguían imponentes en la oscuridad. Fue entonces cuando apareció. Un disco plateado, tan grande como medio campo de fútbol, quedó suspendido en silencio sobre las cabezas de los algunos vecinos que paseaban al fresco por el lugar. Unos salieron corriendo y otros se quedaron paralizados.

Un haz de luz azul recorrió el área como si la escaneara y, sin previo aviso, la nave se elevó en vertical despacio y desapareció en un parpadeo.

Esa noche, los testigos no durmieron. Durante semanas, lo comentaron en voz baja y solo entre conocidos.

El regreso

Once años después, el 9 de julio de 1978, la nave volvió. Era más grande, o quizá descendió más, y esta vez giró lentamente alrededor de los castillos proyectando sombras alargadas en el suelo.

Miguel Ortega, que en el 67 era apenas un niño, estaba allí de nuevo, decidido a no apartar la vista para no perderse ni un detalle. La nave proyectó de nuevo el haz de luz azul y volvió a esfumarse con la misma rapidez.

El Ejército del Aire abrió un expediente que años más tarde se desclasificó con el ridículo nombre: «Luz anómala no identificada».

A lo que los vecinos replicaban: «no tienen ni idea».

Años después

Desde entonces, cada noche despejada, algunos curiosos seguidores de los fenómenos OVNI, se reúnen en los Castillos de Valderas. Llegan con prismáticos, cámaras y, sobre todo, paciencia, con la esperanza de ver algo.

Y siempre hay un bromista que rompe el silencio:

«Hoy no viene… será que los lunes también libran».

Pocos ríen. No porque no haga gracia, sino porque, en el fondo, todos esperan que vuelva y están frustrados.

Una noche de octubre especialmente fresca, en 2026, ocurrió algo distinto: una furgoneta negra sin matrícula aparcó cerca. De ella bajaron cinco hombres y una mujer vestidos de paisano, pero a cualquiera con dos ojos les habría parecido obvio que no eran simples turistas: llevaban zapatos demasiado limpios para caminar por la tierra, mochilas demasiado grandes para un picnic y miraban a su alrededor como si esperaran que, de detrás de cada arbusto, pudiera saltar el mismísimo demonio.

Se colocaron junto al grupo de curiosos. Los vecinos de Alcorcón, fieles a su talante campechano, no tardaron en entablar conversación.

—¿De dónde venís? -preguntó Paco, un jubilado con una linterna en la frente.

—De… de la Fundación Cultural Santa Inés del Estado Vaticano —respondió uno de los recién llegados con un acento extraño.

—Ah, entonces también venís a ver los platillos volantes.

– Eh… —el hombre tragó saliva—. Observamos fenómenos naturales… por motivos… pastorales.

El grupo se miró de reojo. Miguel, que no se perdía una vigilia, arqueó una ceja y murmuró:

Pastorales… Claro, claro. Esperan ver ovejas voladoras.

Uno de los aludidos, nervioso, sacó un aparato que parecía un cruce entre una radio y una máquina de afeitar. Lo encendió; un bip agudo rompió el silencio.

—¿Eso qué es? —preguntó una señora con un termo de café.

—Un… detector de variaciones gravitacionales.

—Ah, claro, lo normal que todos tenemos en casa —ironizó Miguel.

La mujer del grupo vaticano sonrió comedida.

—Solo estamos aquí para asegurarnos de que todo sea seguro.

—¿Seguro para quién? ¿Para nosotros o para los extraterrestres? —replicó Paco, arrancando carcajadas entre los parroquianos.

Los vaticanos se pusieron tensos y uno de ellos murmuró algo en italiano, claramente molesto.

El momento incómodo

La medianoche llegó sin señales en el cielo. Algunos empezaron a bostezar. Entonces, uno de los extranjeros, quizá queriendo mostrarse amable, susurró:

—Primero ocurrió en primavera, luego en verano, ahora debería aparecer en otoño.

El silencio fue tan repentino que hasta los grillos dejaron de cantar.

—¿Cómo que debería aparecer? —preguntó Miguel con curiosidad.

El hombre intentó rectificar.

—Quiero decir… que según los informes astronómicos podría darse algún tipo de fenómeno atmosférico poco común.

—Ah, claro —respondió Paco con sorna—, los informes astronómicos del Vaticano, los de toda la vida.

Los vecinos soltaron una carcajada, mientras los agentes del vaticano se apartaban con gesto serio, fingiendo revisar su detector de variaciones gravitacionales.

Hay algo en el cielo

Cuando la noche parecía llegar a su fin, un destello azulado iluminó el suelo. Todos miraron hacia arriba y se quedaron inmóviles.

Allí estaba el mismo disco plateado que en el 67 y en el 78 apareció sobre los castillos inmóvil, silencioso; ninguno se había dado cuenta hasta ese momento.

Los curiosos murmuraron emocionados; los vaticanos, en cambio, se colocaron en círculo, como si supieran exactamente qué hacer. Uno de ellos sacó un rosario de madera y en coro, empezaron a murmurar en latín.

Miguel, con los ojos clavados en la nave, no pudo evitar comentar:

—¿Y estos dicen que solo vienen a mirar «fenómenos naturales»? Anda ya…

El disco giró sobre sí mismo y un rayo azul cayó sobre el grupo durante un segundo. Algunos sintieron un zumbido en los oídos y la furgoneta negra emitió un ruido extraño, como si su electrónica se hubiera chamuscado.

En un instante, la nave salió disparada hacia el cielo y desapareció, dejando tras de sí tan solo silencio y bocas abiertas.

Los vaticanos recogieron y se marcharon sin decir ni una palabra. Paco les gritó mientras se alejaban: ¡Eh! ¡La próxima vez traed pizza! Luego se volvió a sus acompañantes y encogiendo los hombros dijo: «yo no he visto nada».

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