Nuevo recopilatorio de relatos de ficción inspirados en localizaciones del municipio. Alcorcón extraño: El grupo
Alcorcón había vivido durante años bajo la sombra de El Grupo, una red de negocios que impulsaba contratos, carreras políticas y fortunas. Para los que sabían de su existencia, El Grupo formaba parte del sistema; hasta que dejó de serlo.
Una noche, cenando en el Bálamo, dos hombres conversaban en voz baja.
—¿Qué es esa historia de que Hacienda está mirando nuestros números? —gruñó Salgado, un empresario de la construcción conocido en el municipio.
El otro, de rostro impasible y mirada fría, apenas se inmutó mientras limpiaba un langostino.
—No te preocupes. Controlamos a un par de inspectores. Haremos unas donaciones a quien corresponda y mirarán para otro lado —dijo el mafioso en tono cansado, como quien habla de limpiar los zapatos.
—¿Y si no desaparece? —insistió Salgado, bajando aún más la voz—. ¿Y si siguen el dinero?
El miembro de El Grupo se inclinó hacia él sonriendo.
—Entonces, Salgado, tú no habrás visto nada y no habrás oído nada. Recuerda lo que le sucedió a Barroso.
Salgado tragó saliva mientras miraba el fondo de su copa vacía; los nervios le hacían beber compulsivamente. Hacía un mes que Barroso había sido hallado muerto en el lago Polvoranca. El guardia de seguridad lo encontró flotando en un estanque pequeño con heridas de cuchillo y marcas de tortura. Había desaparecido dos días antes mientras paseaba a su perro por el Parque de las Presillas.
Su compañero de mesa se excusó para ir al baño y le vio sacar el teléfono móvil mientras se alejaba.
En su interior empezaba a crecer una duda incómoda: tal vez El Grupo no era tan intocable como se creía y debería escapar del barco antes de que se hundiera.
Al poco volvió y fue él también al servicio. Cuando regresó, apuró su copa de un trago bajo la paciente mirada de su compañero de mesa, pagaron la cuenta y se despidieron.
—Recuerda, Salgado. Eres ciego, sordo y mudo.
—Sí, claro —contestó este azorado.
Salgado se dirigió a su coche, se abrochó el cinturón de seguridad y encendió la radio para distraerse de aquellos pensamientos que le abrumaban. Un ardor comenzó a subirle desde el estómago, empezó a sudar, se le aceleró el corazón y sintió un dolor agudo y penetrante en las entrañas. Tras unos eternos segundos convulsionando quedó inmóvil.
La caída de El Grupo no fue el fin, sino el comienzo de una nueva era en Alcorcón. Cuando las primeras filtraciones salieron a la luz -documentos fiscales, grabaciones clandestinas, testimonios de arrepentidos y delatores…-, la estructura invisible que había mantenido la ciudad funcionando a base de favores y sobornos empezó a resquebrajarse. La prensa no tardó en hacerse eco; el periódico alcorconhoy publicó un artículo especial a página completa Las investigaciones se multiplicaron hasta acorralar a los peces gordos de la organización.
En las calles, la noticia se vivió con una mezcla de júbilo y terror. Empresarios de renombre, concejales, inspectores de hacienda y funcionarios habían formado parte de la trama. La justicia, lenta pero inexorable, se cebó con ellos como un perro de caza con su presa hasta encerrar en prisión a decenas de implicados.
Al igual que sucedió en su día con Alphonse Gabriel Capone, no fueron la violencia, ni las amenazas, ni los rumores de tráfico de influencias lo que selló la condena de El Grupo, sino su avaricia. La evasión fiscal sistemática, tan extendida que rozaba lo absurdo, fue la llave que permitió a los fiscales asaltar su fortaleza de papeles, firmas y testaferros.
Pero había algo de lo que nadie hablaba. O tal vez no querían hablar.
Las calles de Alcorcón, que antes se llenaban de furgonetas de reparto de empresas subcontratadas, ahora veían cómo esas mismas furgonetas quedaban abandonadas, oxidadas en los descampados. Los pequeños negocios que dependían de contratos opacos, ahora se ahogaban en deudas. Familias enteras que habían vivido durante años de ingresos extra laborales, ahora hacían cola en las parroquias y en los supermercados esperando una bolsa de comida.
En la estación Alcorcón Central, un hombre con traje raído que antaño dirigió una compañía de limpieza que facturaba millones al Ayuntamiento, sostenía un cartel hecho con cartulina que decía simplemente: «Tengo hambre. Ayúdame». Nadie parecía reconocerlo, o quizás fingían no hacerlo.
La caída de El Grupo sacó a la luz lo que se escondía bajo la alfombra, pero también dejó un vacío, un vacío que tardaron en llenar las promesas de regeneración política, las tímidas ayudas sociales y las reivindicaciones de los ciudadanos.
En la fachada del ayuntamiento, alguien había pintado con spray rojo una única frase:
«Cuando cae un gigante, mueren aplastados los pequeños que hay debajo».
*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o las imágenes propias de este artículo.
Sigue al minuto todas las noticias de Alcorcón. Suscríbete gratis al
Canal de Telegram
Canal de Whatsapp
Sigue toda la actualidad de Alcorcón en alcorconhoy.com